jueves, 24 de junio de 2010

cuentos modernos 17: Bajo cero de Lilian Elphick

Y.A.: ¿Para qué sirve escribir?

M.D.: Es callarse y hablar a la vez...



C’est tout

Marguerite Duras



Esta historia parte con mi incapacidad de encadenar los hechos ordenadamente; el título no revelará nada que la ironía no haya revelado antes; las palabras irán contando solas esta ficción de vaguedades, de noticias inciertas, hasta formar algo parecido a mi propia historia, triste en su precariedad, exenta de nombres propios y abundante en nostalgias por el resguardo de la memoria.



La mañana me dice que es hora de comenzar y todo está dispuesto: el café, los cigarrillos, esa compulsión quemante que sólo el que escribe entiende; se trata de narrar y después destruir lo escrito: por malo, por caótico, hasta por cliché. Entonces, la historia recomienza varias veces, la mañana ya es noche y se ha vuelto al punto de partida, como un boomerang bien lanzado.

Me duele escribir sobre la calmada manera de alejarse del personaje viajero, ya no nos encontramos como antes y hay que aceptarlo; dijo: “Serás mi amiga por siempre aunque estemos bajo cero”. Transcribo estas palabras sin entenderlas y no sé cuál de los dos está más confundido. Deambulamos por una escenografía fantasmal con nuestras contradicciones a cuestas. “Ayúdame”, dice. Me pide ayuda a mí, como si yo pudiera dársela. Seguirá caminando, repleto de maletas inútiles, acentuando cada vez más la marca de extrañeza en la mirada. Vagabundo de nadie. Vagabundo de mí. No, no puedo ayudarlo. Estamos condenados a ser los héroes de lo inconcluso, de lo que no tiene un simple final.



Soy su máscara; adosada a él. Sé de sus caminatas por calles laberínticas, mirando edificios antiguos o museos en mal estado. He visto sus lágrimas mojar el cuerpo de una mujer hermosa, que pide que se quede, que no vuelva a su sitio de origen. Ella intenta contar cuántas veces él se ha ido, utiliza calendarios y agendas, preparándose para el próximo encuentro, programando sus abrazos de bienvenida y de despedida. Y él, quiéralo o no, vuelve a mí, convertido en hielo. Nuevamente, negaré mi ayuda, porque sólo la inocencia crea milagros.



Sin embargo, los viajes son necesarios para él. Crean la ilusión de la huida, del “irse” sin conocer meta alguna, como sucede en un pequeño cuento de Kafka (que él jamás leerá). Pues bien, la ilusión se completa con un espejo que guarda en su maleta y en el cual se mira para asegurarse de que aún está. Su meta es, entonces, llegar a él mismo. Temeroso de perder el control de su existencia quiebra su propia imagen reflejada. Después, comprará otros espejos y practicará la misma rutina. Pensará en mí, lo sé, en el hotel que lo acoge noche a noche, respirando ese aire de mentira y secando sus manos con esas toallas tremendamente blancas, navegará en las aguas mansas de la pornografía televisiva o querrá hablar con alguien por teléfono, con cualquiera que le diga que su voz es excitante. Y no podrá resistirlo. Saldrá a una calle oscura, abrirá su paraguas, la lluvia mojará sus zapatos nuevos y, en algún momento, sentirá que está solo en el mundo, a pesar de esa mujer que espera para amarlo, a pesar de mí. Y no hay manera de romper la capa de hielo que ha rodeado su corazón. Sólo él puede hacerlo y no quiere. Es un sobreviviente. Será afuerino hasta en su propia ciudad, no reconocerá su casa, y seguirá de largo buscando la memoria que no tiene, que nunca tuvo, ansiando tener otros ojos, menos traidores quizás.



Cómo quisiera deshacerme de esta historia, ni escribiéndola puedo exorcizarla. El viajero se escapa de mis manos y está inerme. Alguna vez le dije: “No confíes en mí” y su inocencia produjo lo contrario. Me amó sólo para que yo pudiera escribir, fue tanta su confianza que puso su vida en mis manos. No se opuso a la descripción de su cuerpo en páginas que ya no existen: las cicatrices de infancia, los lunares en los brazos, las manos muy cuadradas, el pecho amplio. Físicamente resistente, pero con una disposición a la melancolía que se fue develando de a poco, como los pesados cortinajes de un teatro.



Pidió libertad de movimientos, visión aguda, el mundo entero tenía que caber en su mirada. Así viajó y conoció lugares, los aeropuertos y estaciones de trenes ampararon su credulidad, compró souvenirs, prendas de vestir y baratijas que olvidó en algún hostal caluroso. Fue inevitable el aburrimiento, perdió el interés por lo novedoso; todas las ciudades le parecieron iguales: sucias, decadentes, violentadas por el ruido. Sólo en ese momento tuvo miedo, sólo cuando quiso retornar y perdió la cuenta de sus pasos.



“Serás siempre mi amiga...” dice ahora, hoy mismo, cuando es tarde para reunirnos. La frase inacabada es el silencio entero. Su silencio, el mío, un paréntesis en blanco. El lugar, desconocido.



La historia debe congelarse...

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