miércoles, 23 de junio de 2010

cuentos modernos 5: Ese viejo cuento de amar de Ramón Díaz Eterovic

a Hugo Vera Miranda,
en Boedo y San Telmo.
al Lalo, Leonel y el Flaco
Fernando,
en Punta Arenas

Después del horóscopo, de mis colores favoritos y de la posible influencia de la luna, vienen esas preguntas que esperaba y a las que, de no ser por sus ojos tristes, contestaría de inmediato con un si, ya lo sé, el amor es puro cuento. Pero ella me mira tristísima y detiene por unos instantes la grabadora para decir que la pena es real, y si ha concurrido a la cita es porque ya estaba fijada y la revista es la revista, y lo otro, lo que no tiene nada que ver, pero se le nota en cada gesto, es el deseo de haberse quedado llorando en su departamento, del cual, dos días atrás salió un para mí difuso Ernesto, llevándose un amor de cinco años, su virginidad, los cassetes del Silvio y todas sus camisas, salvo aquella amarilla, horriculenta, que a veces ella usa para dormir. Que cómo, cuándo y de dónde salía eso de inventar historias con la ambición de contar la vida a pedacitos, es una excusa para olvidar el departamento, o sea, ya le dije, lo otro, y de pasadita, onda peón al paso, me obliga a retroceder en el tiempo —como si el corazón fuera una National Panasonic— y quedar instalado en el café del barrio, acariciando una botella de cerveza tibia, que entraba de mala gana por la boca, pero que era necesario beber porque era lo normal en el proceso de hacerse hombre —macho, decía el Paco Suárez— y la primera curda era un comienzo algo es algo peor es nada, ya que faltaba lo más importante, aquello que cosquilleaba entre las piernas y se imaginaba cuando mirábamos los muslos de la profesora de castellano o me llevaba a varias compañeras de curso al sueño de mi pieza, a esa cama que ya no daba más de tanto Sade y Pitigrilli, leídos ahí, en la camota virgen, y también a escondidas en los recreos del liceo, o en las clases de educación física del Mono Miranda, que prefería aceptar una invitación a cervecear antes que tenernos trotando en el gimnasio, sudando por todas las espinillas esas ganas tremendas de coger que teníamos, y de las cuales unos pocos se habían logrado deshacer donde la tía Lucy, la Casa de Piedra o, en el mejor de los casos, en la playa arrastrándose con alguna empleadita del sector, después de una calentona sesión de cine en el Politeama. Entonces, ella que está tristona, pero que por sobre todas las cosas es profesional, me obliga a recordar esa cerveza tibia, al ya mentado Paco Suárez, al Flaco Avello y su hermano Leopoldo, y al Chico Vega, al que insistíamos en llamar el Chico Verga desde una cura en la que se le ocurrió pasearse por la Bories con la pichula al aire, gritando que era la más grande de Punta Arenas, y el cual, en verdad no era muy amigo nuestro, pero esa tarde y esa noche era el gancho preciso para dejarnos caer en una fiestoca donde suponíamos habría un lote grande de minas buenas para ir al boche, y una oportunidad así —dijo Suárez— no se la perdía ni el Papa, y por eso, a las nueve en punto, el viejo Ford 42 del Flaco Avello estaba rugiendo frente a mi casa, y antes que su bocina reiterada alarmara a todas las vecinas del barrio, me encontré ubicado en el asiento trasero del auto, acercándome lo más que podía a una rubia tetoncita que el Chico Verga llevaba abrazadísima, y casi está de más decirlo, sin ninguna intención de soltar, lo cual no alcanzaba a ser obstáculo para que insistiera en acercarme un poquito, por eso de las corrientes eléctricas que nunca se sabe, y porque, "la vida tiene sorpresa, sorpresa tiene la vida", y eso el Chico Vega, perdón Verga, lo sabía muy bien, y cuando una frenada brusca del auto empujó a la rubia un poco hacia adelante, aprovechó a decirme: "conviene ir preparado, a la segura" y reafirmó lo dicho con un agarrón firme a la rucia en la cintura, que no le hizo daño, pero si le dio a entender que por su lado las ganas sobraban. Y por el mio, para qué vamos a andar con cosas, las ganas, requeteganas, crecían con la proximidad de la tetoncita, y la ducha que me había pegado media hora antes se fue al carajo, y lo vientiúnico que deseaba era llegar pronto a la fiesta, confiando en que si bien no era Alain Delon, no estaba tan mal, y a las perdidas algo tendría que salir agarrando, aunque en la onda de ponemos sinceros —como ella que me mira tristona y me pide una pausa y una taza de café que se la cambio por tres dedos de whisky y algo de hielo— tengo que recordar y reconocer que durante la primera hora de fiesta me lo pasé escondido en un rincón, viendo cómo mis amigos tiraban más manos que Cassius Clay, ignorado por las pocas minas sueltas que no se entusiasmaban para nada con mi pinta de cartulino a la legua, la que con un poco de de retoque y sin mucho esfuerzo me habría servido para foto de primera comunión. Sin embargo, —y esto para ir abreviando, o como quien dice, para apurar la causa ya que la cinta sigue corriendo, y ella a pesar de la pausa y de la tristeza me mira con cara de eso qué cresta tiene que ver con las preguntas—esa era mi gran noche como decía o dice Adamo— que para entonces estaba de moda, aunque nosotros, los muñecos listos del setenta, preferíamos "El submarino amarillo" de Los Beatles, algo de Jimi Hendrix y mucho de Santana a toda hora del día, a pesar de las quejas de las madres que veian llegar al acabo del mundo vía chascones estéreos —y en un momento determinado— frase tipo que no dice nada, pero hace referencia a algún segundo que no se recuerda con precisión— sentí que alguien me hablaba a una cuarta de la boca, y cuando descarté la idea de salir arrancando, pude reconocer a Ester, la dueña de casa, la come cabritos, una casi cuarentona que estaba de moderla por los cuatro costados, y que sin decir agua va, me tomó de los brazos y me hizo girar por la pista de baile, siguiendo una canción de John Lennon, la que en realidad pasaba de largo, porque la Ester me apuntaba segura con sus pechos —violentísimos diría más tarde el Flaco Avello— y algo empezaba a convertirse en un bultito calenturiento, y ella que organizaba esas fiestecitas mientras su esposo trabajaba en no sé qué parte lejana, se dio cuenta de la inflamación, y como no estaba para invitaciones a la matinée del domingo, siguió aprisionándome con fuerza, jugando a meter mi bultito cada vez más bultote entre sus piernas buscando ese roce que ya hacia correrme en vivo y en directo, y acariciando con dedos sabios esa parte del cuello que parecía funcionar como interruptor, y que para no andar con subidas por chorro diré que me anduvieron asustando y tuve que inventar una ida urgente al baño para ver si el bultote pasaba de nuevo a calidad de bultito, con tanta mala suerte que al bajar el cierre quedé con él en las manos, y minutos más tarde no quedó otra alternativa que aparecer en medio de la fiesta, deslizándome casi por las paredes, sin poder ocultar el percance, aunque creo que nadie se dio cuenta, salvo Ester que me caló al vuelo, y como no estaba para perder su tiempo me dijo, qué te pasa, y a ver que tan descosido está, y yo te lo arreglo, y sin mayor preámbulo alargó su mano hasta agarrar el bultote y prácticamente agarrándome por ahí, me llevó a su dormitorio donde me enseñó la importancia de no dar puntada sin hilo. Sé que trata de entretenerme, dijo ella un poco menos triste ya que entraba en el segundo trago, pero a Henry Miller me lo pasaron en la Escuela de Periodismo, y lo que interesa es el cuándo y el cómo lo de escribir, y si no es demasiado, qué crees tú que pasa con el amor. Para allá voy, le contesté, ya que en eso estaba, y dejando de lado el primer polvo, que debe haber sido algo asi como el sonido y la furia (con el permiso de Faulkner) sobrevino el segundo, casi de inmediato, pero onda tómatelo con calma que tenemos tiempo, y ella, experta, generosa, ardiente, medio zafada tal vez, dando cancha, tiro y lado, exigiendo en mitad de todo, ese cuéntame un cuento, que me dejó paralizado, dudando entre seguir el ritmo que sugería el somier o pasarme al bando de Blancanieves. Un cuento, dime un cuento, dime cosas, ahora un cuento por favor, gemía la experta Ester, y yo pensaba ésta que quiere, no le basta con la acción sino que además necesita un relator deportivo. Uno de camiones, agregó Ester, soplándome el tema al oído, cosa que de repente añoro frente a tanta página en blanco que a uno se le tira encima, y ahí como que fui entendiendo, porque estaba caliente pero no tonto, y se me ocurrió que iba conduciendo uno de esos petroleros gigantescos, cuando en medio de la ruta aparecía la mujer, que por cierto era Ester, y la hacía subir a la cabina y antes de tres kilómetros la tenia entre la espada y la pared, o mejor dicho, entre mi cuerpo y el volante, pasando el acelerador de 80 a 100, y ella, así, cuéntame más. Y contarle más era incluir en la historia a un par de autos que se cruzaban frente al camión zigzagueante, con sus conductores estilando puteadas, y al final de una curva la presencia de un radiopatrullas, celosísimo de su deber, obligando a subir de 100 a 120, y ella de nuevo, asi, asi me gusta, dale más, y yo tratando de saber si debía seguir con el cuento o azotando el colchón. Pero, por si acaso, me las arreglé para continuar en los dos frentes. No por mucho rato, ya que los policías eran veloces, y el bultote también, y cuando la ley estaba por atraparme, la Ester se puso a gritar ¡me voy, me voy!, y a mí me dieron ganas de putearla por dejarme con el camión tan comprometido, pero la realidad era más fuerte que la ficción y comprendí que era momento de regresar al dormitorio y terminar jadeando entre sus pechos violentísimos. Ese fue el principio, le dije a ella, un poco menos tristona que al comienzo, con deseos de reírse y aceptar otro traguito entonador. El principio del amor y literatura. Bueno, si es que se puede llamar amor a los encuentros nocturnos que sobrevinieron, y literatura a las historias que también sobrevinieron, y además sobrevivieron, inevitablemente, porque sin ellas no había encuentros o estos se frustraban por falta de imaginación, cosa que me hizo aprender que lo primero era tener una buena idea, y después venia el tiempo del perfume, la camisa limpia y de partir a la casa de Ester. La historia de los camiones se repitió un par de veces, y luego fuimos cambiando de estilo y temas. Con ella a horcajadas sobre mi, caía bien una historia de botes, remos y piratas; a sus piernas rodeando mi cuello correspondía una de trenes y ferrocarriles; y si me retenia junto a la puerta de su casa para hacerlo de pie, recurría a una de aviones y vuelos acrobáticos, mezclando el placer de flotar en el aire con el riesgo de caer sobre la alfombra. Las historias se fueron perfeccionando a causa de esa manía que uno tiene de hacerlo cada vez mejor. A veces un cambio de punto de vista o de personajes convertían una vieja historia en algo que Ester sabia apreciar. El monólogo interior poco funcionaba, ya que ella prefería un narrador que todo lo viera, capaz de reproducir con palabras precisas cada cosa que acontecía. Una de un camión conducido por dos hombres la volvía loca, y con una de astronautas que llevaban meses en el espacio no pasó nada, tal vez porque la ciencia ficción no es mi género favorito, o porque al otro día llegaba su marido, y eso significaba que una vez más, y por toda una semana, su amor por la literatura quedaba de lado. La literatura era yo, me daban ganas de exclamar lo más absolutista, recordando esas semanas que ocupaba para restablecer energías y pasar a máquina alguna de las historias, con lo cual no sólo mantenía un orden necesario, sino que además me ganaba unos pesacotes vendiéndolas a mis compañeros de curso, que así aprendían que leer es un vicio solitario, y de paso me embromaban con eso de gritar "Pequeño Dickens" cada vez que me veían aparecer en la sala con unas ojeras del porte de una casa y que ellos atribuían a tantas novelas por encargo que debía escribir, lo que no dejaba de agradarme, ya que entre cuento y cuento empezaba a entender a esos tipos graves que hablaban del placer de la literatura. ¿Es en serio todo lo que dices? ¿De verdad fue así? pregunta ella, risueña y un tanto entusiasmada con tantas historias de camiones y otros medios de transportes; y luego, un minuto más tarde, no soporta la tentación de soltarse el pelo hasta ese momento sujeto por un moño, cuando le cuento esa increíble realmente increible de la Ester absolutamente de ficción y volada, haciendo el amor arriba de un trapecio, con un equipo completo de trapecistas mexicanos, tocando literalmente el cielo de la carpa y de su pieza, en medio de unos gritos que me dejaban al borde del mareo por tanta altura imaginaria y tanto vaivén exquisitamente real, aunque un poco tristón porque ya habíamos conversado que esa noche era la última. Algo asi como mi debut y despedida de las pistas circenses, ya que por la mañana regresaba su marido y esa vez para siempre. Para siempre marido y para siempre adiós, por culpa de un traslado en el trabajo, y yo, desesperado, no tanto por ella, sino por la literatura que amenazaba con irse también, a pesar de que si escribiste una vez volverás a hacerlo, según decía Hemingway, sin dejar de tener razón, porque pasaron los días y la ausencia de la experta Ester se suplió con otras frenadas bruscas frente a mi casa, otras fiestecitas de sábado por la noche, y con un vacío que me rodeaba cuando en medio de lo mejor nadie pedía historias, y era necesario esperar el retorno a mi casa para llevarlas a mis cuadernos de liceano, un tanto sentimentalón por lo de las ausencias, y porque en esos mismos días apareció en escena Marta, ya no por entre las piernas, sino que un poco más arriba, y el negocio editorial se fue al suelo, por repetido quizá o porque los tipos del curso habían ido desvaneciendo las ganas cada cual a su manera, y la onda de los trapecios, trenes y demases ya no me la creían y el "Pequeño Dickens" se convirtió en un buen recuerdo de ese tercer año medio. No te creo nada, me dice ella, profesional y risueña, apretando el stop de la grabadora, y le contesto que no me crea nada, y que si lo prefiere puedo hablar del orfanato en que me dejaron botado a los dos meses, de cómo comía poco y me pegaban por pedir más comida, y más tarde me entregaron a la custodia de un fabricante de ataúdes, y cuando escapé de las manos de ese tipo ruin caí en las de un instructor de pequeños lanzas callejeros, del cual sólo pude librarme con la ayuda de un caballero de mucho dinero. Eso es de Oliver, dijo ella, risueña. Entonces, créeme, le contesté sirviendo otros tragos para los dos. Créeme y cuéntame esa historia con Ernesto, le digo, y ella responde que cree todo, pero lo de Ernesto vendrá más tarde, porque ahora quiere que le cuente un cuento y se desabrocha la blusa, y mientras salimos de mi pieza de trabajo, pienso que el amor es asi, y le pregunto si quiere saber cómo me hice novelista, y ella se ríe y dice que bueno, aunque sea puro cuento.

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