miércoles, 23 de junio de 2010

cuentos tradicionales 2 On Panta de Mariano Latorre

Dos accidentes imprevistos, que el azar juntó en un mismo día, me hicieron conocer a don Pantaleón Letelier, a On Panta, como lo oi llamar con sorna campechana a criados y amigos, en el rincón de montaña donde vivía. Nunca he deplorado tales accidentes; al contrario, desde el fondo brumoso del recuerdo llega hasta mí como un rumor de agradecida complacencia. Agradecido, en primer término, a la vaca de ancas puntiagudas que, la cola en arco, corrió despavorida delante de la locomotora, al llegar a la estación de Huinganes, donde debíamos bajarnos; pero su fuga heroica sobre la dispareja geometría de los durmientes no tuvo la recompensa que merecía. La trompa de la pequeña máquina del ramal, a pesar de la habilidad del maquinista, le tronchó las patas traseras, y nosotros presenciamos la agonía de la vaca de los cerros, rodeados de un corro de huasos barbudos que hacían toda clase de esfuerzos por adivinar el jeroglífico de la marca, estampada en el cuadril izquierdo del animal. Y agradecido, después, a los caballos que debían esperarnos en la margen opuesta del Maule y que, atraídos por la nostalgia de la serranía, saltaron los cercos de ramas de un potrero ribereño, y seguramente emprendieron la marcha hacia la querencia lejana.
Sentados en la arena, después de atravesar la hinchada corriente del Maule en una vieja lancha plana, nos miramos perplejos mi amigo y yo. Lo acompañaba a unas tierras que poseía en el corazón mismo de los cerros. Lo encontré en el puerto, poco antes de internarse en la sierra, donde iba a comenzar la cava de los viñedos.
Hacía dos años que no visitaba los cerros costeños, recorridos quebrada a quebrada y cumbre a cumbre en mi niñez y en mi juventud. Deseaba verlos una vez más. Irresistible seducción han tenido para mí las ásperas lomas y los risueños cañadones. Nunca he podido explicarme el bravío embrujo de esos boldos de verde obscura coraza que roza el vuelo de diucas y zorzales y, más que todo, la paz azul de ese cielo, posado, sin embargo, sobre dentados perfiles de cerros y lomas desoladas.
En los días estivales, detrás de los montes, enormes nubes blancas duermen la siesta, ahítas de sol, y en los inviernos, el viento del norte aúlla sobre los cerros, arriando los negros nubarrones que vienen del mar.
Finalizaba agosto y ya la leve pelusa del rebrote teñía las fragosas escarpas de las lomas y salpicaba de un polvillo verde claro los gajos grises de los hualles, donde aun persistían los pelotoncitos de carne rosa de los dihueñes invernales.
Un viento helado arrastraba hacia las tierras bajas rumor de torrentes y píos de tencas y zorzales.
Como las cabalgaduras no aparecieron, a pesar de nuestras pesquisas, y como afortunadamente las monturas permanecían en la orilla, arrendamos dos caballejos serranos en los ranchos de la ribera. Llegaron a las once de la mañana, traídos por sus dueños. Eran dos bestezuelas cascudas y de expresión fatigada. Tenían aún su pelaje invernal y el viento erizaba los sueltos mechones como si quisiera arrancarlos de la dura piel. Empezamos inmediatamente el ascenso. No salían los caballos de su tardo pasitrote. Subiendo o bajando, era lo mismo.
Mi paisaje maulino no había cambiado gran cosa. Me resultaba más pobre, si cabe, idealizado por la lejanía y el recuerdo. Las mismas jorobas gredosas donde sólo los romerillos entierran sus raíces pertinaces; las mismas quebradas que cubren obscuros boldos y claros maitenes, junto a un hilillo de agua. Y los mismos ranchos que parecen brotados de la tierra gris como los árboles y las hierbas, en tal forma se han coloreado con el matiz de la piedra y del terreno. Verdad es que el adobe de esos muros tiene la greda del estero, y de ella, también, la teja requemada que forma su techumbre; pero, de improviso, mi corazón estalla de jubilosa sorpresa. A la vuelta de una escarpa, sobre la yerba recién brotada, se recorta la copa de nieve de un peral en flor. Tan blanco es, tan puro en su nívea transparencia, que se dijera el vellón de una nube primaveral enredado en la araña gris de su ramazón.

Llegamos a la cima al mediodía, acuchillados por el viento. La hosca serranía abríase hacia adelante en un valle aterciopelado de claros verdores de huertas. Un riachuelo plateado partía la hoyada con un tajo recto. Descendimos rápidamente el declive. El camino caracoleaba como otra corriente, a la margen del riachuelo. Volvimos a ascender a otro cerro más alto. Una vieja casa maulina de largos corredores se dibujé a la orilla de un viñedo.

Mi amigo detuvo el caballo:
-Le vamos a pedir almuerzo a On Panta, porque a Peñalquen no llegaremos ni a las ocho de la noche.
Y, decidido, enderezó el caballo por un sendero cuyo término éra una rústica tranquera de tramos paralelos. Sin bajarse, mi amigo corrió los tramos y nos acercamos a la casa.

Poco antes de llegar, le pregunté:
-¿Y quién es este On Panta que yo no recuerdo?
Me miró picarescamente a los ojos.
-Es un cazador de leones -dijo.
-¿Un cazador de leones?
-Sí, a eso se dedica. Gasta todo lo que le produce la viña, que fue muy buena, en alimentar una jauría que luego vamos a ver.
Como aún no estoy convencido, mi amigo ríe alborozado. En realidad, no le creo, porque lo conozco bien.
Ha tomado la vida, y sobre todo ésta de los cerros, en forma ligera y campechana. Para él sus vecinos son actores que representan una grotesca comedia de astucia, cuyas escenas tiene que presenciar por la fuerza de las circunstancias. Si no, estaría perdido. La insidia del serrano al defender su trozo de cerro o apoderarse de lo que encuentra a mano, siempre que no se le oponga resistencia, toma innúmeros matices de astucia y de adaptabilidad. Mi amigo los conoce bien y por eso se ha hecho nombrar subdelegado. Así tiene al campo pleiteante y mezquino, preso en una trampa frágil de papel sellado. Con ellos, es un serrano más, preocupado del precio de los vinos y de las rencillas de los cerros; sin ellos, agiganta sus ridiculeces y se ríe de sus mezquindades y disputas lugareñas.

Vuelve a reír regocijadamente.
-Tal como te digo, es un cazador de leones.
Doblamos el extremo de la casona que da al campo. La muralla está desnivelada, a punto de desplomarse. Milagrosamente la sujetan gruesos maderos de roble sin labrar. Todo el tejado, con su geométrica ringlera de tejas ocrosas, se reclina hacia la tierra estéril. El corredor se extiende, a lo largo de la casa, con la hilera dispareja de sus pilares. Es como el rostro de la casona sin pintar. Las ventanas, a ambos lados de la puerta, son dos pupilas frías, inmóviles, que miran torvamente hacia la viña, hacia el amontonamiento de cerros que oculta el horizonte.
Al darse cuenta de nuestra presencia, dos o tres perros flacos y lanudos ladraron furiosamente y sus agudos ladridos despertaron otros ladridos. En unos segundos, un desconcertado latir nos rodea. Los mansos caballejos despiertan de su modorra, amusgando las orejas. Impasible, mi amigo sonrie. Yo, asustado, miro en torno mío y amenazo con el rebenque a los quiltros que se aproximan a los estribos de mi cabalgadura; pero una vieja de zuecos ha aparecido en el corredor. Con agria voz amenaza a los perros, sin hacer caso de nosotros. Los ladridos se calman poco a poco. Los perros van a echarse en las cercanías del corredor, donde dormitaban a nuestra llegada, pero persisten sus gruñidos y bostezos. Son gérmenes de ladridos, aullidos que no alcanzan a precisarse, tintinear de cadenas, tarascones y gruñidos rabiosos. Miro interrogativamente a mi amigo. Este se limita a mostrarme un caserón de adobes, la bodega del fundo, según supe después, y tras ella, un corralillo que limita una fila de varillas de hualle como una empalizada. Y dentro, una docena de perros sabuesos, de grandes manchas cafés, que tiran de sus collares, gruñen y aúllan, moviendo sus largas colas nerviosas.
Vuelvo a mirar a mi amigo; éste sonríe misteriosamente. No alcanza a explicarme nada, porque la vieja de zuecos se ha plantado delante de nosotros y nos observa con gesto interrogante.
-¿Está On Panta? -le pregunta.
Largo rato demora la respuesta. Unos ojillos duros nos miran fijamente. Al fin, responde con desgano:
-Pa’entro está.
-Avisele que dos caballeros lo buscan -ordena con entonación enérgica mi amigo.
Yo lo miro con asombro; pero comprendo. Su comedia empieza a desarrollarse en el mundo de los cerros y en contacto con los seres que lo habitan. Ese debe ser el tono de un juez y el de un patrón de las serramas.
La vieja obedece sin chistar. Clac-clac resuenan los zuecos en el corredor enladrillado, y nosotros nos quedamos, de nuevo, solos en el patio, sin desmontarnos, según el requiere la cortesia campesina, hasta que el dueño de casa nos invite.
Sigo observando a esos perros prisioneros del corralillo que meten sus hocicos húmedos entre los palos y aúllan con angustia clamando por su libertad. La idea del cazador de leones y de esos perros encadenados me trae a la memoria las palabras recientes de mi amigo. Termino por preguntarle seriamente:
-¿Entonces hay pumas en estos cerros?
Y seriamente me explica esta vez:
-Yo no he visto nunca ninguno, ni siquiera he oído decir que haya. El viejo jura y perjura que los rastros están en todas las quebradas del contorno, pero como son pocos, los últimos, según él, han aprendido a ocultarse con mucha habilidad. Todas las semanas, a fines del invierno, el viejo sale con sus perros y recorre todo el monte hasta la cima del Peñalquin, y aunque vuelve sin ningún puma, explica que el león se le ha escapado. Una que otra vez trae un zorro. Lo gracioso es que con estos perros no pueden cazarse leones. Pero no da su brazo a torcer. Uno de los perros es descendiente de leoneros. Ese ha de ser el que cazará al león de Peñalquin.
Esperaba, ahora, con impaciencia, la aparición del viejo; pero los minutos pasaban, enhebrados con trinos de pájaros y bostezos de perros. En la viña, un escuadrón de torcidas cepas obscuras que parecfan trepar trabajosamente el declive, charloteaban las tencas como viejas comadres ociosas.
De pronto, mi amigo adelanta su caballo hacia los corredores. Un viejo de baja estatura, pero de recias espaldas, cubiertas con un poncho de vicuña, cuyas haldas casi tocan el suelo, se ha asomado al corredor. Se apoya fuertemente en un tosco bastón campesino.
Mi amigo lo saluda familiarmente.
-Vecino -le dice-, este caballero santiaguino y yo nos hemos convidado a almorzar en La Rinconada.
El viejo se adelanta hasta el borde del corredor. La cara es redonda, de una rojez lustrosa. Unos ojos claros, acuosos, nos miran con curiosidad. Sin que un músculo de su cara redonda se desplace, la voz cascada, casi afónica, murmura:
-Esmóntese, vecino. A su casa no más llega.
Desmontamos. Un mozo se lleva los caballos de la brida. On Panta nos ha invitado a sentarnos en un banco de roble, toscamente fabricado, bajo el corredor.
Mi amigo comienza a hablar de cosechas y de vinos. Yo observo al viejo. Toda su persona tiene ese matiz gastado de las serranías; el de los cerros gredosos, lamidos por las aguas; el de los arbolillos, enraizados en la piedras; el de las casas, llenas de parches y sostenidas por troncos de roble; sin embargo, bajo esa apariencia pobre, una vitalidad latente que se aferra al vivir, que lo resiste todo: la miseria y el tiempo. -
Quise, en un principio, precisar su edad. Fue inútil esfuerzo. Podía tener treinta años como cincuenta. Una obesidad blanducha desvitalizaba su rostro. Parecía detenerlo en una edad indeterminada. Unos pelos rojos en el labio superior. Otros, en las mandíbulas. Incluso ellos habían detenido su crecimiento. Y hasta el sexo. Si alguien lo hubiese visto sentado en el corredor, sin conocerlo, hubiera creído que era una de esas viejas campesinas que usan poncho y sombrero masculino.
El viejo intentaba ser amable. Su voz cansada se atrevió a preguntarnos:
-¿Con qué puedo hacerles cariño, caballeros?
Mi amigo se apresuró a responderle:
-No se moleste, On Panta. Un trago de chicha y lo que usted haya echado a la olla.
El viejo se levantó, pidiéndonos humildes disculpas. A los pocos minutos, una muchacha descalza, pero con la fuerte estampa de las mujeres serranas, nos trajo vino en un plato a manera de bandeja. En los vasos de vidrio opaco tamblaba un licor borriento, de pésimo aspecto. Tenía un penetrante regusto a pipa, a uvas a medio restregar, pero dejaba en la garganta una saludable sensación. Así era el vino de los cerros. Vino fermentado en viejos fudres coloniales, pura esencia de uvas de duro hollejo, pisoteadas en primitivas zarandas por primitivos vendimiadores.
Media hora después almorzábamos en el rústico comedor de On Panta. Cazuela de cordero, porotos obscuros y sabrosos, tortillas recién hechas. Tosco condimento, pero nutritiva substancia que On Panta nos ofreció con sencilla cordialidad campesina. La verdosa indiferencia de sus ojos denotaba, sin embargo, curiosidad. Alternativamente se fijaban en mí o atendían a la verbosa alegría de mi amigo, que recordaba la vida de los cerros o contaba anécdotas del veraneo en Constitución. Como era costumbre, siempre. que el azar le traía un huésped a don Pantaleón, la charla recaía en los zorros, enemigos de ovejas y de viñas, y de los zorros, en los pumas.
La verde opacidad de sus ojos se coloreo como el follaje al rozarlo la luz de la mañana. Sus mejillas redondas cobraron carácter. El rostro entero se encendió con extraordinario vigor. Y hasta sus manos, que parecían no existir, escondidas bajo el lanudo poncho, se animaron, posándose sobre la mesa. Sin embargo, no dijo nada. Escuchaba, prendido a las palabras de mi amigo. En el sur, donde había estado hacía años, existían pumas en las selvas cordilleranas, en las quebradas de los grandes ríos. Mil podían subsistir, porque abundaban los huemules y venados, pero aquí, en estos cerros pelados, donde cada dos años se veía un venado ¿cómo podían vivir los pumas? Ni en los rebaños se había notado la desaparición de una oveja, si no era porque algún cuatrero se la carneaba a escondidas.
Los labios gruesos del viejo temblaban con un movimiento inconsciente. Como si dijese algo, en voz tan baja, tan confidencial, que sólo él pudiese oírlo. Una idea, unas palabras habían brotado en la subconsciencia y pugnaban por salir afuera, por convertirse en sonidos articulados.
La voz cascada, lejana, explicó, por fin, con protectora superioridad:
-Hay pumas pu’aquí, vecino. Es que hay que conocer los cerros pa noticiarse. Y yo dende chico los he trajinao, porque el finao mi paire me echaba con cabras pa Peñalquin, donde esiste una lionera, una cuevaza negra, que no se le conoce fin. Ey si’han visto rastros. L’uña patente, en el barrito de la entrada. Eso sí que apenas marcá, porque el lión pisa no más que con la punta.
En la cara morena de mi amigo se pintaba una incredulidad burlona.
-Pero usted no se ha visto nunca con uno, On Panta?
Bajó los ojos con cierto pudor. La curva de las mejillas se recogía en un gesto embarazado. Las manos se escondieron bajo el poncho y se movían, debajo, con un gesto torpe de animal prisionero. Se disculpo sin mirarnos.
-De verlo, lo que se dice verlo, no, vecino; pero es lo mismo que si l’hubiera visto, de tanto que le ol a mi abuelo cosas de liones.
Sus ojos volvieron a animarse. Salieron audazmente las manos de su escondite. El recuerdo de las hazañas de caza del abuelo lo hacía, de nuevo, dueño de sí mismo. Se había compenetrado con ellas, y era como si las viviese realmente.
-Hubo zalagarda’e liones, es que, por todos los cerros. No ejaba cabra en las cabrerias, ni se poían escuidar las crías de las yeguas trilladoras. Eran de esos coloradosos, que son los más alzados. L’último que se puso a vista di’hombre lo cazó mi abuelo con dos perros mestros que tenía. E subió a un roble viejo, y mi paire, qu’era medianito, ice que lloraba como cristiano, con lágrimas así tamañas.
Sus pequeñas manos se ahuecaban para dar idea de esas lágrimas gigantes vertidas por el león de Peñalquín. El entusiasmo doraba sus verdes pupilas opacas. Mi amigo sonreía ante esas lágrimas fantásticas, pero él no reparaba que en la misma proporción habían crecido dentro de la fantasía de On Panta los pumas que sus perros no cazarían nunca.
-Ese lión lo trajo mí abuelo pa’l fundo, y un inquilino, qu’era muy curioso, lo rellenó y está como vivo. Nu’ha perdio pelo.
Mí amigo le observó, entonces, que había oído algo sobre ese león, pero nunca lo había visto. Asombro de On Panta al escuchar esta novedad. Nuevo asombro al decirle que yo tampoco había visto pumas sino en grabados.
Se levantó decidido. Bien noté que una vanidad ingenua animaba su espíritu en ese momento.
-Este es de los más fieros -explicó-; di’un color de venao nuevo, como los cerros.
Salimos al corredor. Era grato sentir la luz de afuera, a pesar del día invernal que una fría gasa neblinosa debilitaba. En este aire yerto, la florida blancura de los perales era escarcha cuajada sobre las ramas obscuras. Las alas se habían inmovilizado y el frío retorcimiento de las parras en el declive evocaba el invierno, no muerto aun del todo.
Seguimos a On Panta por el corredor. En el extremo, abrió una pesada puerta de roble sin pintar. Era un cuarto desnudo que recibía la luz por un alto ventanillo sin vidrios. Una mesa y una silla en el medio. Costaba habituarse a la fría penumbra de las paredes sin encalar. Algo oí chirriar en el piso sin tablas. Un choque de ruedas y de ejes. Sólo vi el bulto de la manta en actitud de empujar, y luego el puma, sobre una plataforma con ruedecillas de madera, semejantes a las de las carretas serraniegas.
Y era cómico de veras el puma de On Panta. Con dificultad retuve la gana de reír, al ver la cara burlona de mi amigo, inmovilizada en un fingido gesto de seriedad, mientras sus ojos y todos los músculos de su cara estaban hinchados de risa.
El anónimo disecador de las serranías había embalsamado al león en una terrorífica actitud de ataque. Abierta la tarasca, a punto de morder su presa. Las patas torcidas; fuera de sus vainas las afiladas uñas; erguido el largo rabo peludo.
Me pareció temblorosa de risa la voz de mi amigo al decirle a On Panta:
-¡Pero si está vivito!
Gozoso recibió On Panta el elogio. Se acercó a la cabeza del puma:
-Aquí, en los encuentros, se ve el aujero de la bala entuavía.
Nos acercamos para observarlo. Era un medio de disimular nuestra hilaridad. Entonces reparé en algo más grotesco: en los deformes ojos de un verde claro, como los de On Panta. Y no eran vidrios. ¿Dónde podía hallarlos, si no, el taxidermista primitivo de Peñalquín?
Pero en las orillas pedregosas del Purapel, que corre suavemente a dos cuadras de las casas, había piedras de todos colores, y allí encontró el inquilino de La Rinconada, en un alarde de fantasía, los pedruscos verdosos que hacían de ojos del puma, incrustados torpemente en las cuencas.
Las ancas del felino se perfilaban agudas, como si el hueso de la cadera intentara romper la piel, en contraste con la fornida redondez de los encuentros.
Aventuré una observación:
-El puma estaba flaco, On Panta.
Pero nunca la hubiera formulado. Una condescendiente superioridad se dibujó en los labios gruesos del viejo. Consciente de su valor, dejó caer las palabras. Cada sílaba era así una partícula de la eterna verdad:
-Es que está escaerao, mi señor. Se escaeró al querse de la rama, porque han de saber que la caera y la cruz son las dos cosas qu’el lión tiene de falso.
Noté, ahora, un collar de perro, erizado de toperoles de cobre, en torno del grueso cuello del puma, y una cadena mohosa que lo sujetaba a un clavo de la muralla. Ni siquiera me atreví a mirar a mi amigo al hacer el nuevo descubrimiento, ni menos preguntarle al viejo la causa de esta extraña precaución, pero más adelante, cuando lo conocí a fondo, encontré la clave del enigma.
Un mundo primitivo, casi épico, se había detenido en el cerebro enfermo del viejo; un mundo diverso al que lo rodeaba. Lo que fue antes la montaña, un siglo antes quizás. Mundo hecho de tradiciones y recuerdos que la imaginación del viejo corregía a cada minuto, agregando absurdos episodios en fantásticos parajes. Así, este puma grotesco, amarrado con una cadena, tenía para él, su poseedor, una docilidad de perro doméstico. Para los campesinos astutos, cuya socarrona malevolencia sentía él a su alrededor, a cada hora del día, una bestia feroz, un malhechor que no perdonaba ovejas ni crías de yeguas.
Este puma, caricaturescamente inmovilizado sobre un duro tablón de pellín maulino, constituía su refugio y su defensa. Su ensueño era realidad viva en la abierta tarasca y las verdes pupilas de piedra. -Qué importaba que los zorrunos montañeses de Purapel se riesen de su manía? Para él, el puma vivía. Oleadas de agresiva sangre animaban la piel terrosa, aterciopelada por la vida como el oro del trigo al recorrer un golpe de aire la elástica sonoridad de las espigas. Los verdes pedruscos tenían la transparencia vítrea de la salud, y los brazuelos, abandonando su presión, recorrían los campos, y en saltos prodigiosos alcanzaban a las ágiles cabras y a las astutas potrancas de las yeguas trilladoras. Naturalmente, las de los serranos de la comarca.
Todo esto lo imaginaba, sin preguntárselo.
Oí su voz como si viniera de otro mundo. Nos daba noticias sobre el león:
-Veinte años largos tiene ya. Era una pareja que se escondía en la cueva del alto, pero mi abuelo no pilló más que al macho. La liona y los cachorritos la juyeron.
Calló un instante mirando al león. Y luego agrego:
-Pero no tengo cuenta de las cabras y terneras perdías. Huellas, si’han hallado patentes.
En la lógica secuencia de su delirio, dejaba vivos a la hembra y a los cachorros para creer en su realidad interior. De su mundo sólo llegaban fragmentos hasta nosotros. Realidad y ensueño mezclados constituían su originalidad, lo que lo diferenciaba de los demás.
De esto relanse los serranos, el sencillo sembrador como el cuatrero cínico, los patrones como los inquilinos. Frente a él, sin embargo, un respeto supersticioso los sobrecogía. Como ahora a nosotros.
Por el tragaluz, una rayola purpúrea enrojeció el cuerpo del puma y aclaró la morena desnudez de los muros de adobes. El viejo se había quedado inmóvil ante el animal. Mi amigo interrumpió bruscamente la escena. Era preciso marcharse. La noche se acercaba. Salimos.
Rojo de sangre palpitaba sobre los cerros de la costa. Azul negro ensombrecía las quebradas y cimas del oriente.- Sobre la redonda joroba de las colinas diluiase poco a poco la madreperla del cielo.
Antes de montar a caballo, don Pantaleón nos mostró su perrera. Nerviosa impaciencia inquietó a los perros apenas nos acercamos a la mediagua. Las cadenas tintineaban. De los húmedos hocicos salían gérmenes de gruñidos y bostezos. Una masa elástica de músculos se aplastaba contra los flexibles tronquillos de la cerca.
- Don Pantaleón nos los mostraba uno a uno.
-Esta perrita obscura es “La Sirena”, muy buenaza p’agarrar el rastro. Este otro, “El Huacho Raja”, qu ‘es medio bruto. Es lionero. Viene siendo nieto del que pescó el lión cuantu’ha. Nu’hay otro p’agarrarse con el zorro cuando está arrinconao. Esta chiquichicha es “La Centella”.
Y habría seguido enumerando las cualidades de cada perro si no nos hubiéramos despedido de él. Desprendido, nos ofreció su casa y nos convidó a una zorreadura que preparaban unos amigos con los perros de su jauría. No era común esta generosidad entre los serrranos. En don Pantaleón persistía aún algo del lejano antecesor francés, náufrago inesperado de las playas del Maule. El mismo que había teñido de rojo los pelos de la barba y había hecho prender semillas de ensueño en su imaginación visionaria.
Ya estamos de nuevo en el camino primitivo de los cerros, en marcha a Peñalquin. Acabamos de atravesar la tranquera que da entrada al fundo. Miro hacia el hondón. On Panta se ha quedado en la cerca de la perrera, entre los bostezos y ladridos de sus sabuesos.
La cuadrada masa del caserón, con su enorme techo de obscuras tejas, empieza a disolverse en la trama del atardecer, hecha con morados hilos de sol poniente y negros vellones de sombra. La curva de una loma se traga de improviso la casa y los habitadores. Comentamos el convite de On Panta a la próxima zorreadura.
-Esta fiesta se la ha armado don Juan Chávez, de Name -dice mi amigo-. Es el que aliona a los otros y el que se hace más amigo de On Panta. Y se entretiene más con la locura del viejo que con la misma zorreadura. Por lo menos le comen sus últimos corderos y le toman su vino.
Y yo pensaba. Para ellos y para On Panta nada significaba la persecución de los zorros rapaces, a través de los cerros y quebradas, por la jauría aulladora. Para ellos era la fiesta, con su cazuela, su asado y sus licores. Para On Panta, la posibilidad de encontrarse con ese león de prodigio, hecho de su sangre y de su carne, que una noche se escapó de su imaginación como de una caverna obscura, e iba por corrales y potreros en el crudo invierno serraniego, semejante. a un símbolo misterioso de venganza y de castigo.
Quince días estuvo ausente mi amigo de la tierra que poseía en la montaña. El pequeño juzgado de subdelegación reventaba de juicios.
Apenas se supo la llegada del juez, comenzaron a amontonarse caballos a la orilla del camino, y con sus pasos tardos, coreados por el tintineo de las espuelas, los huasos se apretujaban en el pequeño corredor enladrillado, junto a la puerta de la estancia que hacía de juzgado.
Al chillar de tencas y chincoles se unían las voces carraspeñas de los huasos que esperaban su turno, conversando y fumando. Casi siempre eran litigios baladíes. Una viuda a la que su cuñado le había roto el cerco de su propiedad. Unas mujeres que, por unas cabras perdidas, insultaban a sus vecinos, presuntos culpables. Un viejo que acusaba a su yerno de haberle pegado en un velorio; o bautizo, por unos almudes de trigo desaparecidos.
La sordidez, las pequeñas envidias, los celos primitivos, la lujuria aguzada por el alcohol, toda la animalidad de una tierra esquilmada y empobrecida por el hombre desde hacia un siglo, salían a luz y se hacían parte judicial o principio de juicio en grandes hojas selladas, donde mi amigo, distraídamente, iba apuntando denuncias y declaraciones.
A veces, una tragedia sangrienta era el remate de estas rencillas. Un cadáver, clavado por puñales implacables, se desangraba a la orilla de un sendero.
Entonces, el campo poblábase de galopes. Sonaban entre los robles los sables de los policías. Familias enteras, hombres y mujeres; pasaban a la cárcel de Constitución en carretas minúsculas y en pequeños caballos crinudos.
La verdad no salía nunca de sus labios. Había que suponerla. La culpa se disgregaba en innúmeros culpables. Era el campo, las hoscas quebradas, las vegas risueñas, las peladas mesetas las que habían cometido el crimen. Su pensar disimulábase bajo la áspera hirsutez de las barbas o en los rasgos inexpresivos de viejos y de jóvenes. Su astucia se acurrucaba en lo hondo de sus naturalezas. Y en esto consistía la fuerza de su personalidad.
De los antiguos colonizadores castellanos y de los indios que poblaron las sierras, en los claros de la selva, no les quebaba sino la astucia elemental, la desconfianza instintiva a toda reforma y a toda autoridad, como de las selvas de robles maulinos no restaban sino renuevos en quebradas y faldeos.
Castellanos e indios, sometidos a ellos, luego mestizos, arrastraron en balsas y carretas las recias maderas a los astilleros de la costa. Veleros y lanchones, casas y puentes se hicieron de ellas. En las amarillas arenas de los esteros descubrieron un día escamas de oro. En toscas callanas, el esclavo lavó las arenas para el encomendero durante un siglo, pero un día las escamas se agotaron, y la tierra, sin la alegría del árbol, mostró al sol su piel de roja greda. En el ripio pedregoso nada prosperaba. Corrida por las lluvias, la tierra vegetal engrosaba el lecho de los esterillos y riachuelos. En los potreros pelados, los animales se morían. Sólo las cabras, sobrios anacoretas de las lomas, podían subsistir con los yerbajos ásperos, nacidos en las junturas de las piedras.
Sin embargo, de esos despojos tuvieron que vivir los hombres, multiplicados y hambrientos. El arado de luma rompió una y otra vez la dura corteza de las lomas; de los esteros agotados bebieron cabalgaduras y hombres. Y minúsculos trigales, como pañizuelos de oro, ondularon al viento de las serranías. Cepas torcidas se vistieron del verde rumor del pámpano, y en la pobre armazón del rancho quemado, en toscos serones, guardóse el trigo para el ulpo y la tortilla, y en tinajas rechonchas, sobre los colihues de la zaranda, goteó día y noche el vino acre de vegas y faldeos.
Para pasar el rato, los litigantes habían comprado algunos litros de chicha en la bodega del fundo y contestaban a mis preguntas sobre don Pantaleón con la sangrienta crudeza de sus bromas campesinas. En sus chistes crueles no había asomo de piedad para On Panta.
-Mientras lo tenga amarrado a la pared, renunca lo va a pillar el lión -decía uno.
-Pa mí qui’ha tomao por liones a los culpeos
-confirmaba otro.
-Si nu’es el Malo que se li’ha metio en el cuerpo
-resumía un tercero.
-Son muchos liones pa’un solo rastriador -sentenciaba un cuarto, mirando con malicia a los que lo rodeaban.
Todos reían, tosiendo y echando humo. Nadie estaba libre de culpa, porque cada uno de ellos le había llevado con interesada insidia un cuento al viejo sobre posibles rastros, y se había pagado él mismo con una oveja, una cabra o una gallina que se aventurase a algunos metros de la casa de La Rinconada. Y éstos eran los menos ambiciosos. Otros, en el aislamiento de los cerros, habían corrido cuadras enteras los cercos de. sus potreros.

Las huellas desaparecían, misteriosamente, apenas el viejo soltaba su jauría sobre los cerros.
¿Era un oculto rencor de la comarca contra el nieto del primer Letelier que llegó a los cerros, y que con argucias de tinterillos o con agresividad de matón ensanchó sus terrenos y se hizo, al cabo del tiempo, el único amo de la sierra? ¿Pagaba así el descendiente el odio que el campo tuvo al antecesor?
Un viejo alto, con rasgos severos de conquistador (aquilina nariz, altanera mirada), había conocido al abuelo de don Pantaleon:
-Era hombre de mucha palabra, su mercé -me explicaba-. Como On Lucho, regentó el juzgado de pu’aquí. Pero los pleitantes contra na peliaban: él era siempre el que ganaba. Montón de maera labrá manijaba en las casas. Pa’l invierno daba mantención a los hombres y se queaba con el trigo de toos por una na. Y el trigo de la costa era muy mentao pa’l Perú entonces. Nunca pagaba cava e viña y barbecho e siembra. Pu’aquí, esculpando, lo llamaban el “Tripa rota”, porque no se llenaba nunca. Y en las eluciones, pa’qué le igo, su mercé. -l’oíta la comuna iba como
-rebaño, esculpando la palabra, a votar por el caballero d’él. La casa es la mesma que tiene On Panta, pero abastecía de un too. Se llenaba de caballeros de Santiago, y di’hay salían a la caza el lión, con unos perros que criaba el rico. Era la gritera e gente y de bestias por las lomas. Anochecio, llegaban a la casa gritando y con liones y zorros colgaos de los corriones. Diónde sacaba tanto oro, nunca si’ha sabio. Pa mí que con el diablo debe haber tenío pauto el rico.
El viejo, recordando aquellos tiempos de prosperidad, se olvidaba de las injurias del hijo, que lo habían traído al juzgado, y ponía en sus palabras una poética tristeza. Las frases huasunas, toscas, pueriles, las expelía como pedruscos de su ancha boca y movían, al pasar, la lacia grisura de sus barbas amarillas de nicotina. Los campesinos lo oían como a un oráculo.
Otro viejo comentó con tono sentencioso:
-Por eso ería que On Beño murió guainita. No ejó más cría que On Panta, y la finá Oña Filomena no aguanté mucho espués e la muerte el finao. Icen que l’hallaron tendía en la cama con un Santo Cristo en las manos.
Días más tarde, al efectuarse la cava de la viña de mi amigo, mediante esa ayuda común que en las serranías llaman mingaco, oí nuevamente alusiones a don Pantaleán. No fueron, esta vez, preguntas mías las que provocaron el recuerdo de los campesinos en los intervalos de descanso. Apoyados en sus azadones, entre las filas de parras torcidas, fumando sus cigarrillos de hoja de maíz, apareció espontáneamente Ón Panta y su manía cazadora. Ellos, mejor que nadie, conocían la demencia del viejo y la explotaban en su provecho. Si a alguno se le preguntaba por su locura, respondía sin vacilar:
-Di’ónde, iñor, si es lo más pillazo el viejo.
O:
-Es que si’hace’l leso, su mercé.
Otras veces:
-Nu’hay día que no cuente hasta las brevas de las higueras.
-Y aún:
-Si la vieja Coto lleva en l’uña la cuenta de todo.
Pero era sólo una astuta comedia de los serranos.
El odio al antecesor se había hecho tranquilo, razonado, a través del tiempo. Se heredó junto con las tinajas, los lagares y las viñas coloniales. Mas explotadas, más míseras, pero las mismas. Lo que el ricachón de La Rinconada les habla arrebatado con razón o sin razón, iba recuperándose lentamente, en circunstancias propicias, avanzando o retrocediendo en su avidez, para que nadie tuviese la sospecha; pero un tácito acuerdo unía las huellas descubiertas con el avance de un cerco entre los cerros o el mito de un león aparecido en Peñalquin con el escaso rendimiento de las viñas un año cualquiera.
On Panta no se daba cuenta, ni nadie se adelantaba a advertírselo.
Sólo la vieja mama, doña Coto, nacida y criada en el fundo, conocía el oculto cerco que iba poco a poco arrinconando a On Panta en la miseria. Su protesta era yana. Vanos sus insultos a los huasos. Ni On Panta la entendia, ni los huasos se daban por aludidos.
Y así como los robles hojecen al llegar la primavera, y a los días invernales suceden los cálidos y luminosos, el vasto latifundio de la familia Letelier iba reduciéndose como la piel de una vaca desriscada, de la cual cada descendiente de los antiguos dueños sacaba una lonja para aperos de campo o para hacerse unas ojotas.
Don Pantaleón vivía del mundo creado por su fantasía enferma. Y no necesitaba más. Los cerros eran sólo el escenario de sus aventuras de caza; los serranos, la comparsa indispensable de su drama interior.
Apenas oía el latir de los perros en el corralillo, su corazón vibraba con espasmódico sobresalto. Levantábase de su lecho, atravesaba el pasadizo y miraba hacia el misterio negro de la noche, donde los aullidos de los perros se mezclaban de cuando en cuando con el huac-huac de una chilla que había venido a merodear cerca del gallinero o de la viña. El campo, enlutado de noche, guardaba su enigma.
Con una vela en la mano recorría el corredor y llegaba hasta la pieza del puma. En la inofensiva vaguedad de su delirio, se imaginaba que el león había roto sus cadenas y, atravesando sembrados y viñas, se reunía en los cerros con sus descendientes. El hueco negro del hocico, donde todo sonido se helé para siempre, había recuperado su vigor, y el rugido temible del león hambreado aterrorizaba a animales y hombres en lomas y quebradas, valles y cumbres. Pero ahí estaba, prisionero en su tabla de pellín, torcidas las patas, erguido el rabo y abierta la tarasca, blanqueante de agudos colmillos. Y le bastaba verlo para tranquilizarse. Paso a paso volvía a su habitación.
Sin embargo, estas nocturnas excursiones no eran desconocidas en el campo. Sin saber cómo, corrían por los ranchos, y cada uno agregaba un detalle, que iba, poco a poco, engrosando el caudal de la leyenda.
No era extraño, entonces, que a los pocos días un inquilino se acercase a las casas en busca de trabajo, según él, y le dejase caer la noticia, urdida al amor del brasero, a On Panta.-Hay notao, On Panta, pa’l lao e las pataguas una huella reonda que nu’es de perro ni de zorro. El compaire Juan, que urmió l’otra noche en los cerros buscando una oveja enmontañá, ice que, tarde la noche, oyó un rugido rarazo, de bestia no conocia.
Era suficiente para que la fantasía del viejo se desbordara. El mismo justificaba la mentira, precisando detalles:
-El lión es, no más. Por los pataguales de Peñalquin susistió siempre. Y por ey si’han perdio ovejas este invierno.
El mito, como un zorro que sale de aventuras, trepaba bravíos peñascales, orillaba la verde humedad de las vegas, y en ronda cautelosa se acercaba hasta las casas, la alerta pupila en llamas y pegado a la tierra el incansable hocico rapaz.
A la luz mortecina de una vela, me vestí rápidamente. La líquida negrura de la noche serrana, punteada de claras estrellas, empapaba aún los cerros dormidos.
Ibamos hacia La Rinconada. El día anterior nos avisó de la zorreadura un inquilino de don Pantaleán. Asistirían sus amigos habituales, sus explotadores sistemáticos, los grandes y los pequeños.
En la cumbre, un viento bullicioso jugueteo con nuestras mantas y erizaba los sueltos mechones de los caballos, aún con su pelaje de invierno. En su lecho de piedra se desperezaba la noche. Cansadas, las estrellas se iban disolviendo una a una, pero, al mismo tiempo, resonaban las cristalinas notas de las diucas en los matorrales. Era como si aquel plateado fulgor se hiciese trino para seguir viviendo durante el día.
Desde el cielo a la tierra, el aire era una sola onda sonora. Cada ruido participaba en la cristalina sinfonía: los gorjeos de los pájaros, el canto de los gallos, los ladridos de los perros y hasta el seco casqueteo de los caballos en las asperezas del camino.
Cuando atravesamos la tranquera y descendimos a la hondonada, la claridad era dueña de la sierra. La casona de On Panta borroneaba de tinta el alba naciente, y borrones negros eran unos álamos, a la orilla del río, y los huasos que trajinaban ya, delante de las casas.
De improviso, esta blanca quietud se desgarró como un lienzo enorme, distendido de sus cuatro puntas. Angustiosos aullidos se recogieron agudamente en todas direcciones. Era un lloro animal, desconsolado y trágico, en la soledad elemental de lá selva.
Los caballos amusgaron las orejas, con nerviosos tiritones. Acallaron los pájaros sus trinos. Ladraron un instante los perros, y luego se unieron al coro aullador, como si se despertase también en ellos el lobo ancestral, el solitario instinto de la manada.
Asombrado, le pregunté a mi amigo por el origen de esos aullidos.
-Les pasa siempre a los sabuesos amarrados, al venir el día -me dijo-. Ventearán la presa, tal vez. El viento traerá el olor de algún zorro que ha venido en la noche a robar gallinas. Los desespera el estar quietos. Nos detuvimos frente al corralillo para observarlos.
Sentados en sus cuartos traseros, veinte hocicos apuntaban a la mancha gris del amanecer. Cien aullidos, desgarrados o cavernosos, en un solo llanto lastimero; pero los aullidos comenzaron a disminuir hasta convertirse en cortos ladridos impacientes.
Un mozo había abierto el corralillo e iba corriendo un cordel por los collares de los perros. Se dirigió a mi amigo y le dijo:
-A usté no más lo esperan, don Luis.
Observé en la cara del gañán no sé qué de maliciosa alegría. ¿Era el día de jolgorio, la comilona al aire libre, o simplemente la farsa de la batida a los zorros, en que todos explotaban la ingenuidad del patrón?
Y cuando On Panta, con afable gesto hospitalario, se acercó a recibirnos, la risa astuta del mozo se me hizo odiosa y repugnante.
La facha del viejo no era, seguramente, apropiada a un cazador de leones.
La manta desteñida cubría sus hombros, pero bajo las haldas asomaban una viejas polainas sin lustrar. Una de ellas,, vencido el resorte, la sujetaba una correilla en el tobillo. Una espuela en el pie izquierdo, la rodaja quebrada.
-Una sola espuela, como el diablo -me dijo mi amigo, alegremente.
-Pero un diablo vencido -le contesté.
El viejo llegó hasta nosotros. Su mano pecosa se posó confianzudamente en la pierna de mi amigo. Debía haber bebido. La voz cascada habló con bonachona familiaridad.
-Esmóntese, señor subdelegado. No sea tan enterao con los pobres. Hay que echarle un puntalito antes de subir. Mire que en los riscos el viento es medio helao.
-Claro que hace falta un puntalito, On Panta
-respondió mi amigo, riéndose, al mismo tiempo que se desmontaba.
Yo lo imité. Nos acercamos al grupo de huasos que, con ademanes exagerados, ponderaban al puma de On Panta. El viejo lo había sacado de su madriguera para que sus amigos lo viesen una vez más. Era así en cada zorreadura. Casi un augurio de buena suerte en la batida. La probabilidad de encontrarse con el descendiente, terror de cabras y de ovejas.
Alabar su extraordinaria alzada, lo perfecto~de1su conservación, y hasta la temible actitud de sus colmillos descubiertos, lo consideraban como una cortesía los convidados, a pesar del picor de ironía que salpimentaba sus grotescas alabanzas. Sin embargo, una grave entonación dignificaba estas palabras. Antes de la pitanza, la mala intención no se mostraba nunca, pero yo conocía a mis serranos. Veía el brillo malicioso de sus pupilas, las sonrisas contenidas, los carraspeos intencionados al hablar del puma o hacer elogios desmedidos a las cepas de la abandonada viña de On Panta.
Conocía a una veintena de campesinos, viejos y jóvenes, casi todos dueños de valles y cerros en La Rinconada. Sus lenguas no paraban de hablar, lanzándose pesadas bromas y empinando la botella de aguardiente que On Panta había sacado de su bodega, hasta que alguno se la arrebataba al que bebía, para beber a su vez.
Cesó la algazara al aparecer el mozo con la traílla de perros zorreros.
Todos observaron curiosamente la nerviosa movilidad de los sabuesos. Zorrear es el deporte de los cerros, desde tiempo inmemorial.
Una angustiosa impaciencia juntaba los músculos vibrantes de los perros en una sola masa, sobre la cual se retorcían, en histérico baile, los rabos enloquecidos..
Una sola fuerza, semejante a un invencible instinto desencadenado, tiraba de la cuerda, que, a duras penas, retenía el mozo desde el avío.
Los huasos fueron subiendo a sus caballos. Algunos, los más ricos, iban lujosámente montados sobre sillas atiborradas de pellones y en caballos excelentes. Los más, en cabalgaduras flacas, de chupadas ancas y gastados aperos, pero a todos los uniformaba la multicolor variedad del poncho chileno.
En el alba húmeda se desenredó la cabalgata de zorreadores. Aún no llegaba la aurora. El trinar de las diucas, a cada instante más vivo, alegraba la vieja somnolencia de litres y boldos. Rasando la tierra se alzó silbando una perdiz, y el largo silbido tembloroso fue como el eco sonoro de su vuelo.
Al llegar a la falda de un cerro, en el extremo de la quebrada, el mozo desabrochó los collares de los sabuesos. Los perros se sacudieron gozosos con el instintivo asombro de verse libres. Comenzaron a correr, de improviso, orillando el monte Por espacio de algunos segundos corrieron juntos, casi unidos. Daba la impresión de que aun sentían sobre sus cuellos el tirón de la cuerda que los atraillaba. Poco a poco se fueron destacando, como si recobraran su individualidad, perdida en el corral. Unos pocos trotaban por el camino plano, siempre a la orilla del cerro. La mayoría, el hocico pegado al pasto, se metió entre los boldos, apareciendo y desapareciendo en los claros de los arbustos.
Unos tras otros, o en parejas, tan estrecha era la vereda que faldeaba el cerro, los convidados ascendían hacia la cumbre, en demanda de un lugar estratégico para observar la corrida. Yo subí de los últimos en compañía de On Panta. Primero vi a los jadeantes caballos y a los alharaquientos jinetes azuzándolos para subir; luego sólo oí sus gritos y el ruidoso respirar de las cabalgaduras. El ala de una escarpa los ocultó largo espacio de tiempo.
On Panta y yo subíamos sin hablar. Ni siquiera me miraba, tan abstraído iba, al parecer, en el manejo de un caballito peludo y trasijado de menuda cabeza y largas crines.
Yo, en cambio, no le perdía movimiento. Bajo el triángulo de la vieja manta, cuyas haldas cubrían sus piernas, veía el juego nervioso de las patas del caballo serrano, cuyos cascos, partidos como dedos, se agarraban a las piedras o al resbaloso ripio del camino. Bajo el ala de un gastado sombrero de paño, la cara del viejo tenía un plácido gesto de adormecimiento.
Que pensaba en ese instante? ¿Se había quedado deliberadamente atrás para entregarse a sus fantasías habituales? Por averiguarlo habría dado yo parte de mi vida. ¡Quién sabe qué prodigioso drama primitivo, de leones y cabras aterrorizadas por su presencia, se desarrollaba bajo la tranquilidad obesa de su rostro indiferente!
Multisonora se oyó la algarabía de los huasos. Se habían detenido en una pequeña meseta y nos esperaban.
En ese instante, la soma campesina se manifestó en un episodio de cómica peculiaridad.
El mozo que había atraillado a los sabuesos y servía de montero de los cazadores, pasó la corneta con que se llama a los perros a un jinete joven, el mejor trajeado de los que habían venido a la zorreadura.
Una manta granate, rayada por rectángulos de oro vivo, cubría unos cuadrados hombros. Una sólida cabeza de tinte rubio, donde reían unos pequeños ojos grises, coronaba ese llameante conjunto de manta, rojas pierneras y caballo alazán.
Un súbito golpe de espuelas. El caballo se encoge, echando llamas por los ojos. El huaso se ha acercado a don Pantaleón y dice, con un ceceo infantil, al mismo tiempo que fulmina al mozo con cómica solemnidad:
-¿Qué no sabís que la corneta la tiene que llevar el lionero más viejo? Esculpe, On Panta, que éstos cerrucos nu’han sabio nunca la gramática.
El asombro y la fe pintábanse en la beata cara roja del viejo. Los labios gruesos jugaban entre sí, avanzando y retrocediendo, como si mascase algo muy duro y desagradable que tuviese la obligación de tragar. La malicia serrana y la vanidad ingenua luchaban entre sí. Y este juego se trasladó a las manos pecosas, que entraban y sallan en la curva recogida de su poncho, como si ellas sonrieran a su vez.
Curvados sobre la cruz de sus caballos, las caras rudas de los serranos reflejaban intensa expectación.
Y cuando la mano derecha del viejo se alargó para recibir la corneta de su abuelo, se enderezaron sobre sus sillas y dicharachos alegres y risas estrepitosas estallaron en el grupo. Las bromas, ahora, no tenían disimulo. La acción de recibir la corneta de caza había borrado de sus almas primitivas todo escrúpulo. Como peñascazos caían sobre la impasible beatitud del viejo.
-No vaya a ser cosa, On Panta, que los liones bajen del cerro cuando oigan la corneta.
-Y crean que es la del Juicio.
-Usté que la ha oído ha de saber, don Juan.
-No se apure, don, qu’ésa la vamos a oír toos, vivos y muertos.
Uno de ellos dio la señal de partida. La caravana volvió a moverse, esta vez en la planicie de la cumbre.
Otros cerros dibujaban en todas direcciones sus chatas moles obscuras. Pequeños espinos sallan retorcidos y míseros de la tierra pedregosa, semejantes a esqueléticas manos pedigúeñas. Borrones de tinta eran las copas de algunos boldos y madroños, pegados al suelo, como si su tronco estuviera hundido en ella. Entre sus hojas metálicas y tiesas repiqueteaban las tencas o silboteaba algún zorzal andariego.
Nuevamente On Panta y yo nos aislamos de los zorreadores. De nuevo nos ciñó este silencio bravío de los cerros de la costa. Un segundo, ni trinos ni rumores se oyeron. Sin embargo, no hacía cinco minutos sentía las risas de los huasos y había visto pasar las manchas obscuras de los perros, los hocicos pegados a la tierra, por entre las matas de espinos y de boldos.
On Panta clavaba con desesperación su espuela mocha en las costillas del caballejo. No apresuraba su paso a pesar de eso. Yo seguía detrás. Era evidente que el viejo buscaba la soledad. No podía explicarme de otra manera ese continuo aguijonear a su caballo en la meseta. Detuve el mío y dejé que el viejo avanzara un largo trecho, pero, de improviso, se paró.
El viento auroral peinaba con suave caricia la áspera crencha del monte. En su rumoroso aletear venía la luz y, con el, la vida. Anuas y trinos, voces y ladridos. Parecía unir todos esos sonidos aislados y comunicarles, con su charlatana franqueza, una alegría fraternal, un sentido de solidaridad que la mudez hostil de la serranía había borrado.
Modelado por ese viento de altura, se perfiló la ridícula silueta del viejo y de su pingo en el duro paisaje cordillerano. La abollada corneta de caza descansaba en el borrén de la silla. Las haldas del poncho y las crines del caballo se movían como si tuvieran vida. Haciendo visera con las manos, el viejo miraba hacia adelante. ¿Al abismo azul de los cajones cortados por el perfil de las escarpas o hacia la espalda áspera del Peñalquin, que cubría casi todo el horizonte? ¿O era su fantástico león que había tomado forma y movimiento en la soledad, y cuya silueta creía ver en repechos y umbrías?
Yo me iba acercando poco a poco para no distraerlo de su ensueño, pero, repentinamente, el viejo me dirigió la palabra, despertándome, más bien, a mí con la serenidad de su voz:
-Allá van los perros -dijo, mostrando con el brazo extendido una quebrada, donde corría un riachuelo.
Miraba y miraba hacia el tajo azul, sin ver otra cosa que manchones de arbustos y la culebra lechosa del arroyo, zigzagueando por entre ellos; pero, sí, en efecto. Unos gusanos grises aparecían y desaparecían entre los matorrales. Terminaron por perderse del todo. Nuevamente el tajo azul y la cinta plateada. El viejo siguió mirando. Sólo oíamos, ahora, al viento y su alegre cortejo de rumores.
On Panta pareció cansarse. Me invitó a desmontar. Amarró su caballo en un madroño. Yo hice lo mismo. Nos sentamos en la tierra. Como si hablase consigo mismo, la voz lejana del viejo murmuró unas palabras:
-Raro es que nu’hayan levantao rastro tuavía.
Lo miré interrogativamente, pero no cambió, por esto, de actitud. A los pocos segundos se contestó a sí mismo:
-Tá la tierra media seca. Por eso ha de ser.
Guardó silencio. De cuando en cuando tosía, con una leve vibración de sus mejillas redondas. Ni una vez fijó sus ojos en los míos, a pesar de que yo estaba pendiente de todos sus movimientos.

Un aullido largo, estrangulado, viboreó en el aire. El viento lo acercó extrañamente hasta nosotros. Y a éste siguieron otros más agudos, más roncos, sin cesar. Dominaron toda la sierra en unos segundos. No eran gemidos como los del alba, sino gritos de triunfo, la alegría animal del sabueso que ha venteado la presa.

On Panta se transfiguró al oírlos. Se puso de pie, con una agilidad juvenil. Su oído se inclinó en la dirección del viento. Una sonrisa boba torció su boca.
-Cortaron el rastro -dijo, jadeando-. “La Sirena” fue.
Paulatinamente, los aullidos fueron disminuyendo en dirección a la empinada falda del Peñalquin. El viejo volvió a sentarse. Lo vi liar un cigarrillo de hoja, sin invitarme a fumar. No hablaba, como de costumbre. Fumé a mi turno, sin preocuparme de él.
En el aire gris, encajonado entre altos cerros, la mañana tardaba en llegar, pero llegó por fin, triunfalmente. Vivo fulgor incendió el borde de un cerro y llenó de luz el seno de unas nubes, allí posadas en espera del viento.
Fue un chubasco de oro liquido que inundó los matorrales y aclaró el negror de tinta de las quebradas.
Las hojas de boldos y madroños, erizadas de gotas de rocio, fulguraron como diamantes, y diamantes sonoros eran los trinos dispersos de los pájaros.
Una lloica, goterón rojo en la tinta del madroño, lanzó un chírrichil auroral, y una bandada de tordos arrojó un puñado de puntos negros en la claridad luminosa, al trasladarse de un árbol a otro.
Se oyó, de nuevo, el latir de la jauría, lejano, apagado, pero ni On Panta ni yo abandonamos nuestra inmovilidad y nuestro silencio. Fumábamos, lejos el uno del otro.
No obstante, en mi cabeza aparecía y reaparecía la idea de cerciorarme por mí mismo de la manía cazadora dej. viejo, de la realidad del mito que la comarca entera había creado en torno suyo. Nada más propicio que el momento presente, en medio del rudo peñascal y de los aullidos salvajes de los perros, excitados con el olor del iorro, pero la pregunta oportuna, que despertara su interés y ahogase su ingénita desconfianza, no aparecía. Vino inesperadamente, casi sin que la conciencia interviniera.
-¿Con estos perros también se cazan leones, On Panta?
Viva curiosidad iluminó el agua verdosa de sus ojos. La pregunta lo halagaba, colocándolo en un pie de superioridad sobre el hombre urbano, sobre el futre, que no sabía del campo y de sus misterios.
-No, pues, señor. Estos son perros zorreros. Los lioneros son unos perros bayos, gruesones, que pescan al lión del guargúero y no lo sueltan.
-Y si el león aparece, ¿cómo lo van a cazar?
Esta vez el viejo sonrió, con su torcida y desdentada sonrisa.
-En esta jauría quea un nieto de los lioneros que tenía mi abuelo. Este es de la línea di’uno que lo mentaban “Raja Diablo”, que mató cinco liones, pero también
-aquí volvió a mostrar las desnudas encías- li’armamos huache o lo pescamos a lazo, porque el lión si’horca solo. Una vez pescao, no vuelve p’atrás nunca. Y haciendo bien l’armá el lazo, chicona, como pa’teEnero, nu’hay lión que no caiga.
Calló unos instantes. Luego, agregó un último detalle:
-Tiene que ser un laceador muy baquiano, eso sí.
Guardamos silencio de nuevo. Aún mi curiosidad no estaba satisfecha. Bruscamente le pregunté, mirándolo de frente:
-¿Usted ha luchado alguna vez con el león, On Panta?
No me dio la cara. La curva de la mejilla, que yo veía en escorzo, permaneció quieta, sin que un músculo se conmoviese. Por un momento pensé que no respondería nada, como si hubiese entendido la oculta intención que me movía, pero observé el movimiento característico de sus manos bajo el poncho (el mismo de un gato ensacado) cuando se le hacía una pregunta que despertase la oculta realidad de su manía. No me dio la cara. Habló de lado, dirigiéndose a los cerros, al aire vibrante de luz, y con una voz arrastrada y triste:
-De peliar, nu’hay peliao, porque el lión no da nunca frente. Se le ven la cola y las ancas, porque lleva agachá la cabeza, pero en las noches, cuando l’helá lu’echaba pa’l plan, se sentían los rugidos por toas partes, como relincho e bordégano.
“Mi abuelo tenía una yegua, “La Peineta”, que la quería mucho, porque era muy tranqueaora. Una mañana, pa l’entrá el invierno, salió pa la montaña a rodiar unas vacas. En la escarchilla vio patente la huella del lión. Entró a un descampao y ¿no vio al lión que había alcanzado a la yegua y la tenía abrazá del cogote? Contra ná le gritaba mi abuelo, porque el lión no atinaba más que a chupale la sangre. La yegua cayó con una hería tamaña en el guargUero. El lión se fue a saltos pa’l monte. El viejo había sallo sin armas y por eso no siguió el rastro, pero sabía que el lión gúelve por la comía, y allí se plantó de guardia hasta la noche, haciéndole un huache e ramas onde estaba la potranca. Solo si’horcó ey...
“Otra vez...
Iba a comenzar una nueva historia, cuando oímos el grito de un pequén a nuestra derecha. Un chirrido de alerta, agrio y precipitado. On Panta se levantó y me dijo:
-Por ey va a pasar el zorro...Dos minutos después, una chilla, caída la cola, casi invisible sus patas en el esfuerzo de la carrera, cruzó frente a nosotros. Fue sólo una pelota gris que rodó por el descampado y desapareció en un barranco de roja greda, donde se interrumpía la falda del cerro, como si se hubiera despeñado.
On Panta se había aproximado hasta el borde del barranco. Se adelantaba a mirar hacia las rajaduras de tierra roja con ávida curiosidad.
La visión de la chilla, huyendo despavorida de los perros, fruncía su boca en un gesto cruel. Sus ojos mansos se tornaron hostiles, mucho más cuando entre los madroños aparecieron los perros, unos tras otros, aullando con cortos y desesperados aullidos. Seguían el mismo camino que el zorro les iba trazando con el gotear incesante de sus glándulas anales. Como él, parecieron despeñarse en el barranco rojo, para perderse, aullando siempre, entre las oquedades de la quebrada. Poco a poco, los aullidos fueron perdiéndose en la vasta soledad de los cerros.
Entonces habló On Panta, volviéndose a mí:
-Muy cansá la llevan: Lueitito la pillan...
Le pregunté si era posible ver el instante en que la jauría alcanza al zorro, y el viejo me respondió:
-Nu’es na fácil, pero a veces toca. Suba ese caminito, bajando por esos boldos. Pu’hai han de estar don Luis y los otros. Mientras tanto, yo voy a ver ónde está la carreta. Subí en la dirección indicada, mientras él, en su endeble caballejo, bajaba en sentido contrario. Frente a la quebrada, el viento mañanero soplaba a sus anchas. Era muy helado, pero tenía un sabor tonificante a tierra mojada. Dijérase que al beberse el rocío que abrillantaba las duras hojas de boldos y romerillos, se hubiese también bebido la substanciosa savia de esos árboles de la montaña, y en la trama aérea de su corriente arrastraba, como prendidos a ella, gorjeos de tencas y de diucas, chirridos de insectos y, de pronto, las voces de los huasos que se habían estacionado en una plataforma más alta, en espera del premio de la zorreadura. Algunos fumaban, al lado de sus caballos. Otros descansaban, la pierna enganchada en el arzón de la silla. Risas clamorosas recorrían el grupo. Al divisarme, me hicieron señas confianzudas, con exagerados manoteos. No eran los huasos comedidos del amanecer, casi tímidos ante una persona desconocida. Rodeé, por indicaciones a gritos de todos ellos, la cabeza de la loma, bajé a un tajo, lecho de un estero de invierno, y subí al otro faldeo.
Una algazara de voces roncas y de grititos cómicos me recibió. Antes de bajarme, me ofreció una cantimplora de aguardiente un huaso rechoncho, cuya faja roja se había desatado y lo seguía en todos sus movimientos, como una cola de sangre. Comprendí la razón de sus voces y de sus risas. Se animaban sus caras tiesas, labradas como los morenos barbechos.
Fulgían las miradas. Bajo la coraza flexible de los ponchos, jugaba la vigorosa vitalidad de sus cuerpos.
Un huaso de baja estatura, cuadrado de hombros, cuadrado de rostro y con un cuadradito negro de pelo en la barba, me preguntó con su arrastrado dejo serrano:
-¿Y ‘ónde ejó al lionero, su mercé?
Un coro de risas recibió la pregunta. Antes de que pudiera replicarle (en ese instante iba a tomar la defensa del viejo), un huaso alto, con una cara afilada como una laja puesta de canto, le contestó:
-¿Y ónde había de estar, pus, iñor? Por el monte, buscando rastro...Nuevas risas, pero, al mismo tiempo, me rodeaban ofreciéndome sus cantimploras. Todos las tenían. Resto de su servicio militar, seguramente. Guindado, vino, aguardiente, chicha. Todos los productos de las bodegas cordilleranas. Rehusé, bajando del caballo.
Largo rato bromearon a costa del viejo. A mí me dejaron de mano. Los observaba, excitados por el alcohol, las caras enrojecidas, casi grotescas, ante la resplandeciente luminosidad del aire de la altura. ¡Con qué claridad veía su juego! ¡Qué aguda insidia reflejaban todos sus actos y palabras! Y, sin embargo, las apariencias eran de una inofensiva campechanería. Es que la agresividad de los abuelos se había vuelto cautela, astucia reconcentrada. Les temían a la justicia y al juez, y sus robos a On Panta los justificaban halagando su incurable manía cazadora, con pintorescas mentiras, que, en la imaginación del viejo, tomaban todo el relieve de la verdad. El fenómeno de adaptabi-lidad a la tierra era el mismo que se había operado en el viejo. La acción en el abuelo se hacía ensueño en On Panta; la timidez de los campesinos, sus contemporáneos, tornábase astucia en los descendientes, vecinos de don Pantaleón.
Un aullido más prolongado de los perros acalló todas las risas y conversaciones. Sin embargo, siempre se resolvía este silencio en alguna observación técnica o en algún dicharacho malévolo.
- ¡ Pucha que si’han demorao en pillar al zorro!
Alguien respondió:
-Es que estos perros tan mal enseñaos. ¿No ve que On Panta quiere cazar liones con ellos?
Un tercero ampliaba la idea:
-Na saca con mostrarles a los perros la bestia boquiabierta que tiene en La Rinconá.
Todos reían, con chabacano regocijo, la ocurrencia.
Un cuarto simbolizaba la sanchopancesca gravedad de los huasos con un refrán de la comarca:
-Ejen que On Panta les eche sebito e zorra pa que corra. Siempre había alguno que volvía las cosas al terreno práctico:
-Pa mí que los perros han cruzado algotro rastro. ¡ Si’hay tupición de chillas por estos cerros!
Pero conversaciones y bromas se agotaron al mediodía. Los perros se habían perdido entre las rajaduras de las gredosas quebradas. El sol quemaba los pastos recién nacidos. Hacía más azules los cerros y más blanca la esférica floración de los perales en las cercanías de los ranchos. Sobre nuestras cabezas pasaban zumbando las abejas. Pájaros no se veían, sesteando bajo la frescura de boldos y madroños.
La zorreadura había perdido, para los huéspedes de On Panta, su interés esencial. No eran los dueños de la jauría, y el instante en que el perro maestro terminaba con el zorro agotado no podían presenciarlo. O el zorro había perecido ya, o se había escapado.
Ahora el hambre, esta hambre épica del campesino, había reemplazado a la chilla perseguida.
Uno de ellos, no sé cuál, dio la señal de partida. Subieron a sus caballos y la cabalgata comenzó a moverse en dirección a la quebrada. El que marchaba adelante gritó algo, agitando cómicamente las haldas del poncho. Todos seguimos en esa dirección. Atravesamos una de estas quebradas rojas, que semejan enormes sangraduras de los cerros, y subimos una loma. Al reparo de unas pataguas rechonchas estaba la carreta de On Panta, apoyada en su pértigo.
Doña Coto, la vieja de La Rinconada, animaba una fogata de hualles, donde se calentaba una olleta de campo. Los huasos se acercaron hasta allá. Se iban desmontando, a medida que llegaban. Maneaban sus caballos y los amarraban a los árboles. Se aproximaron, luego, a la olla, toda su preocupación en ese momento. Mirábanse entre sí, se sonreían sin hablar. Por fin, uno de ellos exteriorizó su sentir: puchas que le falta tuavía a la cazuela!
Se inquietaron, entonces Inclinábanse sobre la olleta, observando los borbotones espesos del caldo, entre cuyos grumos pasaban las presas de cordero y las blancas esferas de las papas.
Uno observó:
-Media hora de hirvor, por lo menos. Otro, desilusionado:
-Las papas están crúas. Y un tercero:
-Y estoy que no veo de hambre. A lo que replicó un cuarto:
-A toos les pasa lo mesmo, On Juan.
Alguien descubrió unas tortillas, envueltas en un trapo blanco. Las devoraron a grandes dentelladas.
El huaso rubio, que husmeaba entre unos matorrales, descubrió una dama juana de chicha.
Comenzaron a beberla, sin vasos, empinándose la pesada panza de la vasija campesina. Luego se tendieron en el pasto, satisfechos. Chirriaron los cigarros y el humo azul, escarmenado por el aire, se iba hacia el campo con sus voces y sus carraspeos. Así disponían ellos, en la ausencia del dueño de casa, de sus víveres, como si fueran propios.
Sólo la vieja mama de On Panta, con su espalda doblada por los años, reducida toda ella a un montoncito de huesos descarnados, los miraba de reojo, y sus mandíbulas pronunciaban palabras coléricas, mientras alimentaba la hoguera con ramitas de hualle y romerillo. Uno de ellos preguntó por On Panta. Todos se miraron y se rieron. Otro, más atrevido, se dirigió a la vieja en demanda de noticias sobre don Pantaleán. La vieja no se dio por aludida, mascullando palabras entrecortadas y atizando la fogata, pero un jovenzuelo, un pequeño huaso, rosado como una muchacha, quiso ponerse a la altura de esos hombres que había tomado como modelos y observó con atiplada voz:
-Esta sí que es. ¡ Se lu’habrá comio el lión, entonces!
La vieja volvió su cara cetrina y su voz áspera, estropajosa, los amenazó:
-Ustedes son los liones, esperecíos, no más.
No contestaron. Ante la voz de la vieja, algo se removió en sus conciencias. Ninguno estaba limpio de culpa. Y su reto objetivo hacía objetivo y claro lo que ellos consideraban, en la malignidad de su astucia, como algo ignorado y secreto. No duró mucho, sin embargo, la turbación. Con aniñada voz, un huaso se echó todo a la espalda y le dijo a la vieja, confianzudamente:
¡Apúrele, iñora, el caldo! ¡ Mire que nos cortamos di’hambre!
Se oyó en ese momento crujido de ramas entre las pataguas. On Panta apareció en la explanada. Los huasos enmudecieron. Contra la muralla negra del bosquecillo, su poncho, iluminado de sol, hadase más desteñido y haraposo. Por su cara roja corrían regueros de sudor. Nadie ignoraba de dónde venía OnPanta, y lo esperaban en respetuosa actitud de silencio. Así era siempre. Apartábase el viejo, astutamente, de sus convidados e iba hacia la espesa masa del patagual, donde él solo había armado una trampa, porque allí se habían perdido ovejas y cabras, y un serrano creyó encontrar huellas del puma y oír su rugido una noche de invierno.
Cerca de sus convidados, la cara trágica de On Panta se suaviza y sonríe tristemente. El encanto se ha roto una vez más. Don Pantaleón vuelve de nuevo a ser On Panta. Los huasos recuperan su predominio sobre él. Uno le ofrece un piso de cuero para que se siente. Otro le acerca un vaso de chicha. Y un tercero, ya borracho, se atreve a preguntarle, con gran seriedad, si ha encontrado, al fin, entre las pataguas, el rastro de algún león.
On Panta va a comenzar una explicación sobre las misteriosas huellas de su puma, pero se interpone la agria voz de doña Coto:
-¿Quiere venir a ayuarme, On Panta?
Y, como siempre, el viejo obedece. Como a un niño grande, la voz cascada pero imperiosa de la vieja se le imilone. On Panta se ha aproximado a la pierna de cordero que chirría, tostada por las brasas. Echadas sobre los hombros las haldas del poncho, las rodillas en tierra, da vueltas y vueltas al asador que la vieja le ha entregado.
Y empezó la copiosa comilona campesina. Incansables, armados de un furioso apetito, tragaban el caldo y mordían las doradas fibras del cordero asado. Y la agridulce chicha de los tinajones mojaba sus labios y seguía, gorgoriteando, hacia sus estómagos insaciables.
Entre risas y bocados avanzó la tarde sobre los cerros. Se suavizó el oro del sol. Las nubes mañaneras, apretadas y densas, como vellones recién esquilados, eran ahora telas gastadas por el aire que aflojaba su trama y cambiaba a cada instante sus contornos. En la hondonada negreó el bosque de pataguas. Los huasos dormitaban tendidos sobre sus mantas, el sombrero sobre la cara. Alguno roncaba ruidosamente. A ratos, el aire devolvía la ceniza de la hoguera, y el perro de algún rancho cercano roía, entre los árboles, los huesos de la comilona.
On Panta estaba sentado en una piedra, no muy lejos. Permanecía en una turbadora inmovilidad, la cabeza inclinada sobre el poncho, pero de improviso lo vi levantarse cautelosamente, los ojos fruncidos, hacia el grupo de huasos ahítos. Se detuvo, al desplazarse uno en su siesta. Echó a andar de nuevo, tranquilizado. Se perdió entre las pataguas y yo lo seguí con el corazón palpitante.
Quizá iba de nuevo a inspeccionar la trampa que, al decir de los serranos, tenía armada en el interior del monte. No fue eso lo que vi, sin embargo. Orilló el cerro y se detuvo frente al valle, donde en la mañana pasaron los perros. Miró largo rato hacia los lomerios, negros en la caída de la tarde, y de pronto se puso la corneta en los labios. Largo y quejumbroso resonó en el valle, barnizado de la roja sangre del crepúsculo, el sonido infantil de la corneta cazadora. Don Pantaleón llamaba a sus perros. Los vi llegar poco a poco a la explanada. Deshechos, los ijares hundidos, la lengua babeante, se tendían cerca del viejo, y en sus ojos opacos, fijos en On Panta, se me ocurría ver la humilde súplica animal por no haber cazado leones. El viejo murmuraba sus nombres; los acariciaba dulcemente y los sabuesos le respondían golpeando su nerviosa cola contra la tierra. Dos veces más tocó su corneta desafinada y por dos veces aparecieron perros por los torcidos troncos de las pataguas. Del zorro perseguido, ni rastros. ¿Habría perecido a manos de los perros? ¿Se habría escapado entre los riscos de Peñalquin?
Nunca lo supe, pero entonces pensé, como despues, que los mismos perros se habían fatigado en balde, persiguiendo a un animal fantasma que se disolvía en la sombra de los barrancos y cañadas, como el mismo puma creado por On Panta.
No volví a ver a On Panta durante el transcurso del día. Ya anochecido, bajé a La Rinconada con los demás. La carreta se fue del descampado, mientras los huasos comían dihueñes en unos hualles cercanos. La pesada digestión exigía la frescura de estos hongos cordilleranos, en cuya esférica carnosidad se habían cuajado el agua del invierno y la savia de la naciente primavera.
La ausencia de On Panta no les inquietó en lo más mínimo. Atolondradamente, se dirigían a las casas, echándose los caballos encima y riendo sus pesadas chanzas. Allí volverían a comer y a beber, a pesar de Los gruñidos de la vieja que, a regañadientes, mataría otras gallinas e iría en busca de más chicha a la bodega.
En el cielo, cada vez más obscuro, se encendieron unas estrellas. Cantaron aguas ocultas. Una lechuza silbó entre unas matas. Al llegar a las casas, ni un alma apareció en la torcida hilera de pilares del corredor. Ni los perros ladraron, porque venían con nosotros. Sólo la vieja, como el alma encorvada del caserón, estaba en el patio, y el chonchón de su cocina arañaba las sombras, ya espesas, con rojos zarpazos impacientes.
Uno de los huasos, que se había colado hasta el fondo del corredor, lanzó un grito ronco:
-Oigan, niños, se le salió la bestia a On Panta’de’la lionera.
Atropelladamente se acercaron al extremo del corredor. La llama del chonchón daba lengiletazos intermitentes en el muro y hacía ver la silueta del puma y su sombra agigantada y movediza.
-Este ha de ser el del patagual -dijo uno.
-Por la loma lu’habrá treido de cabresto -observó otro.
Las risas resonaron, agrandadas por la noche y la soledad.
-Pa mí qu’es l’ánima del lión ijunto qui’ha roto la caena. Pero las risas se apagaron de improviso. Cuchicheaban ahora, tosían, golpeaban los ladrillos con sus zapatos, tintineantes de espuelas. Supuse que On Panta se había asomado al corredor, pero no era así. El viejo se había esfumado.
Refunfuñando, la vieja los hizo pasar al desmantelado comedor de la casona. Allí se encerraron a beber, en espera de unas cantoras serranas, que aparecieron en el patio, arrebozadas en pañuelos obscuros y con seco chancleteo de zuecos en los ladrillos. Bajo el alón de uno de los rebozos, distinguí la curva de una vieja guitarra.
Atronaron, el poco rato, la casa, las voces bravías de las mujeronas y los tamboreos y huifas de los campesinos.
Salí al patio y me senté en el pértigo de la carreta. El hálito fresco de la noche rozando la dura tierra y su claro estrelleo en el alto cielo ennoblecían la miseria de los cerros y la bestialidad de sus habitadores.
El seno obscuro del valle lo llenaba el metálico croar de las ranas y, cerca de nosotros, estridulaban los grillos, muchos, como si fueran el tono menor de aquella ruidosa letanía.
Veía al viejo, tímido y avergonzado, frente a los huasos borrachos, amoroso y paternal con los perros babeantes en torno suyo; dulce u obediente ante el rudo mandato de la vieja mama de la casona. ¿Dónde estaría ahora?
Cuando mi amigo vino en mi busca, libre ya de los empalagosos convites de los campesinos, le pregunté por él:
-Estará durmiéndola -me dijo. Así le pasa siempre. Con un vaso de chicha se cura.
Bajamos hacia la viña, para sustraernos a esa ruidosa algazara de cantos y tamboreos. No hablábamos. Esa paz obscura, acribillada de estrellas y de croar de ranas, penetraba en nosotros y hacía claro nuestro pensar. Oímos a nuestras espaldas, casi en las casas, el huac-huac de un zorro. No le respondió ningún ladrido. Luego resonó cerca de nosotros. Su irónico aullido pareció burlarse de la inútil batida que los perros de On Panta habían hecho a sus congéneres por la serranía de Peñalquin.
Volvimos al corredor. La obscuridad se apozaba lenta en los rincones. No distinguí, ahora, la silueta del puma.
Sólo la ventana rectangular del comedor dibujaba un ala de luz en los ladrillos, y destacaba, en el arco vigoroso de su extremo, dos pilares en el filo del corredor. De allí venían ruidos de voces, risas y gritos. Las guitarras habían parado su rasgueo por algunos minutos.
Mi amigo me tomó del brazo y me arrastró hacia uno de los extremos del corredor, hacia donde debía estar el puma de On Panta. Con su voz alegre, me explicó:
-Tomemos esta pieza, que es la mejor de la casa, antes de que llegue algún huaso a dormir su mona aquí. Tropezamos con el puma, casi disuelto en la obscuridad. Mi amigo observó, regocijadamente:
-On Panta no ha encorralado todavía al león. Y su voz aguda, sin explicarme nada, resumía, en sus tonalidades burlonas, toda la grotesca tragedia de On Panta y de su puma embalsamado. Lo sentí empujar al puma hacia la puerta. Rechinaron las ruededillas de madera en sus ejes sin grasa. Tintineó la cadena arrastrada.
-Aquí lo vamos a poner, para que nos defienda de los huasos -dijo, riéndose, satisfecho de su ocurrencia.
Entramos en la pieza, completamente a obscuras. Nos desnudamos sin luz. Mi amigo, que había dormido en ella varias veces, la atrancó por dentro. Y al meterme en la cama, a tientas, sentí el olor grato de esas sábanas fregoteadas rudamente por las manos de una lavandera serrana, en las aguas del Purapel. El sueño, tras el madrugón y la caminata por los cerros, me rozó apenas, y ya estaba dormido.
El puma embalsamado, a dos pasos de la puerta; el otro, que dentro del cerebro de On Panta había adquirido una prodigiosa vida. La jauría aullando por las rugosidades de los barrancos. El trote desesperado de la chilla acosada. Las risas de los huasos y el gesto agradecido de doña Coto se mezclaron y confundieron, arrastrando consigo mi conciencia en su tiniebla bienhechora.
-¿Eh? ¿Qué hay?
-¿Qué pasa? Casi simultáneamente pronunciamos estas palabras y nos erguimos sobresaltados en nuestros lechos.
Un bárbaro alboroto ha quebrado el silencio del alba. Ladrar furioso de perros, gruñidos sordos, choque de colmillos desenvainados para salvajes dentelladas.
Miramos por la puerta entreabierta. Todos los perros de Peñalquin se aprietan en un racimo de músculos tensos, sobre una presa invisible.
Mi amigo trata de explicarme:
-Se les ha olvidado encerrar a los perros y han arrinconado a una chilla o a un perro del campo.
Pero, de improviso, uno de los sabuesos se separa de los demás. Su hocico rabioso sacude una tira de cuero amarillento. Mi amigo lanza una sonora carcajada:
- ¡Pero se han comido al puma de On Panta!
Oigo la cadena, golpeando metálicamente los ladrilíos a cada tirón de los perros. Todo el aserrín y la paja que rellenaban al puma están esparcidos en el suelo. A un lado se ve la tabla con los clavos que sujetaron las patas del león. No quedan más restos de él. Los sabuesos deben disputarse, como una presa magnífica, la cabeza del puma.
En ese momento asoma On Panta por la puerta del pasadizo, con su poncho y su tosco bastón. No se ha desvestido, seguramente; tal está de arrugado y de sucio. La bulla lo ha despertado de su letargo. Paso a paso se va acercando a la jauría rabiosa. No alcanza a oírse su voz entre los salvajes alaridos de los sabuesos. Los llama por sus nombres, pero no le obeceden:
-¡ “Sirena”, “Centella”! ¡Suelten! ¡Déjalo, “Raja Diablo”!
Se atreve a golpear las grupas con su bastón y los perros van acallando su furia. Se apartan para tenderse, jadeantes, en lós ladrillos. Otros se alejan por detrás de las casas, con pedazos de cuero entre los dientes, como avergonzados de su acción.
On Panta no se mueve de su sitio, clavado en los ladrillos. Algo rezonga entre dientes. Supongo que balbucea inconsciente los nombres de los perros:
-¡“Sirena” “Centella”! ¡Suelten! ¡Déjalo, “Raja Diablo”!
Sus ojos están como hipnotizados por el aserrín que mancha el suelo, por los pedazos de cuero rojizo, por la cola, que casualmente ha quedado junto a la tabla vacía.
Qué pasa por su espíritu en ese instante? Qué lucha interior lo ha enraizado entre los despojos del león? ¿Se hace, por fin, la luz en su cerebro, y su mentira, la mentira que lo rodeó durante años, se destroza en mil fragmentos, como el gastado pellejo del puma de su abuelo?
Ahí, sobre esos restos, ha muerto quizá el otro puma, hecho de frágil ensueño, que escogió su delirio como guarida. No sé por qué pienso que en esa trágica inmovilidad del anciano se incuba una nueva conciencia, una chispa de comprensión que abrasará su demencia, purificándola.
En torno al viejo se ha deshecho ya el hechizo nocturno. En el sudario del amanecer vuelven a cobrar relieve las risquerías abruptas. Como negros brazos que pidieran auxilio, retuercen las cepas sus podadas ramas en el faldeo. En las tejas obscuras y en el esponjado blancor de los perales, desgranan uno a uno el apretado racimo de sus gorjeos las diucas madrugadoras.
Mi amigo vuelve a su cama. Yo sigo en el ángulo entreabierto de la puerta. On Panta parece clavado en los ladrillos. Pero el bastón tinta, pegado al suelo, como una exteriorización de la lucha interna de su alma, y sólo mueve la cabeza cuando resuenan los zuecos de la vieja de La Rinconada, que acude en su auxilio, como si On Panta fuera todavía el niño indefenso que ella conoció.
Vuelvo a la cama. Indefinible angustia aprieta mi corazón. Mi amigo fuma, un codo apoyado en la almohada. Con risueño chispeo, sus ojos se fijan en mí, pero se torna serio de pronto y me dice con cierta solemnidad compasiva:
-Sin quererlo, cazó su puma On Panta, pero a éste no le quedó ni el cuero.

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