miércoles, 23 de junio de 2010

cuentos modernos 13: En la vereda de Ana María del Río

Nadie sabía más detalles, pero le decían la Italiana, tal vez por la increíble cantidad de tallarines que compraba en el consorcio San Francisco, que era el único que traía los paquetes envueltos en celofán. O tal vez le decían así por esa manera de caminar, tan distinta a todos, con los pies dueños de la vereda, como mascando la calle, esparciendo las caderas a diestro y siniestro, con una alegría de fruta madura en el tope del azúcar. La mayoría de las mujeres, de boca fruncida y tejido receloso, movían la cabeza al verla pasar con la cartera balanceándose como barco henchido y se contaban historias maravillosas sobre la Italiana, pero con unos nombres tan antiguos que nosotros no entendíamos nada: que había sido la no sé qué de un musolini. Y que había llegado a Chile en el avión correo, metida en la bolsa de los telegramas.

—No, pues, no le pongan tampoco —decían los hombres, acodados tras el bar—. La Italiana está bastante bien, pero no es para morirse.

No sé cómo se las arreglaba la Italiana para parecer que siempre estaba disfrutando de la vida y que, a veces, la vida estaba disfrutando de ella: metida en una gran presión llena de fuerza, dentro de un inmenso racimo latiendo alegre, con el pulso de la vida.

—No es conventillera —corregían las comadres.

Y no era. La Italiana se hallaba a gusto en el medio de la gente, eso era todo.

Incluso en medio de los paseos alrededor de la plaza, los domingos por la tarde, cuando cada uno se afanaba por sentarse con lo mejor que tenía y caminar derramando el perfil más correcto, largando el sedal con el anzuelo, buscando remedio contra la arrebatada arena de la soledad.

La Italiana tarareaba, porque la Italiana era la única que sabía tararear y marcar el compás con las uñas, y además porque tenía una de las tiendas más fascinantes que conocimos jamás, rebosando de cajitas color concho de vino con Santiago de Compostela en la tapa, sin número ni clasificación alguna. Las cajitas se encaramaban solas, unas arriba de otras en los estantes construidos para sacos harineros, y cuando a la Italiana le pedían algo, desde botones hasta medias del cinco, ella comenzaba la búsqueda, subida arriba de una escalera de podar enredaderas, tratando de adivinar cuál sería la caja correspondiente, palpando bajo las tapas con sus bellas manos olor a risa y a agitación cálida. Los clientes no sabríamos jamás que cada cosa que sacaba la Italiana era un milagro de adivinación en cualquier cajita, sobre todo en los días nublados, en que la luz de afuera se negaba en redondo a entrar en la casa de adobe grueso con el alero de lluvia goteando hermetismo.

La Italiana devoraba cada momento, incluso aquel en la madrugada, cuando la mitad de los habitantes debían levantarse, medio dormidos, a ordeñar sus vacas, que esperaban heladas de oscuridad junto a las ventanas, porque si no, la leche se les pudría y el queso salía amargo, lo cual era lo peor que podía acontecer en un pueblo quesero. La Italiana partía tirando las almohadas contra la pared, cantando una tarantela inverosímil que despertaba al valle y balanceando un tacho de aluminio, mojándose las piernas en el duro y empecinado pasto de las madrugadas, donde cada brizna largaba un enconado chorro de garúa conservada durante la noche.

Nadie podía entender cómo la Italiana estaba metida en tantas cosas a la vez.

—Pero esa mujer debiera tener alas en los tobillos para alcanzar todo lo que tiene que hacer y parece, en cambio, que echara raíces en todas partes —dijo alguien de los hombres, mirándola conversar con todos a la vez.

Era cierto que la Italiana andaba bien pegada a las cosas de esta tierra: los céntimos que le sobraban los iba amontonando en una gran alcancía en forma de buzón, situada en el lugar de la caja registradora de la paquetería; repartía el diario en una bicicleta vieja en la mañana, vendía números de lotería, llevaba y traía almuerzos servidos, escribía cartas a los viejos de la Fundación, mostraba las bicicletas y los caballos que estaban para la venta, recibía recados, vendía huevos, inventaba pecados para las niñas aturrulladas con lo de los malos pensamientos, que venían a confesarse por primera vez, buscaba empleos a quien quisiera de veras trabajar y no tuviera miedo a transpirarse las cejas... Al mes de llegada, la Italiana había penetrado en el pueblo como una lanza, alcanzando la humedad de tierra temblorosa con que estábamos hechos.

Cuando recién apareció en la pisadera del bus, con sus tres maletas escandalosas de brocato rojo atronando en la plaza bajo la mirada boquiabierta del General Bernardo 0'Higgins subido en su pedestal junto al temblor de las varillas de fierro de la pérgola, las mujeres del pueblo, soplando sobre sus teteras, le echaron una sola mirada y la hicieron caer en el hoyo de las "sueltas", ni portaligas trae, debe ser otra de las queridas de ese turco asqueroso del almacén, dijeron.

Y se pusieron a barrer furiosas, levantando el polvo de su asombro y admiración porque el peinado y el vestido de la Italiana merecían verse y contarse: sus ondas rubio oscuro, perezosas, saliendo casi de los mismos ojos, todo merecía verse en ella, junto con sus caderas gloriosas, por las que los hombres se salieron de las mesas del almuerzo y la partida de dominó quedó inconclusa esa tarde, porque todos se dedicaron a apostar sobre su edad y la continuación de sus muslos. La Italiana traía una flor de género en el nacimiento de sus pechos: una decidida hortensia azul, plena como ella misma.

En seguida de llegar, casi antes de saludar a nadie y contraviniendo todas la profecías que brotaron de las escobas al mirarla —ésta no aguanta una semana aquí: quiere guerra, se le nota en las pestañas—, la Italiana armó su negocio trapeando el suelo con lavaza y aserruchando ella misma. El letrero de la entrada lo pintó, sacando un poco la lengua mientras escribía "Paquetería El Vesubio".

Todo parecía sobrar y ser fresco cerca de la Italiana. Se abrió su negocio ese día domingo, y a pesar de las alertas que mandó la hermana del señor cura, cuidado con los que trabajan en domingo, las mujeres fueron llegando con una curiosidad de narices distraídas. Se quedaron todas hipnotizadas por la anchísima presencia de la Italiana, que las besaba en ambas mejillas y parecía conocerlas a cada una con antiguos lazos familiares: se sabía el nombre de los cardúmenes de hijos y al día les iba siguiendo las muelas cariadas, las espinillas, las primeras reglas, las notas en matemáticas, las peleas, los pantalones largos. Las mujeres abandonaron las palabras afiladas y las escobas detrás de la puerta y se acercaron en las tardes a la paquetería: permanecían allí un rato, sentadas en sillas de paja, sin siquiera hablar; se hacía menos dura esa masa inmensa que amasaban a través de los días interminables e iguales. La Italiana ofrecía al caer la tarde un refresco de guinda tan maravilloso que hacía salir lágrimas. Desde su tienda, las mujeres veían elevarse el humo de sus propios hogares, a veces tan desgarrados que parecían gritos de auxilio en gris. En los hornos de tierra se cocían a fuego lento los minúsculos rencores. De esas cosas que nunca se podía hablar a nadie, de esas cosas que a la Italiana le importaban más que los hilos y los botones o la fiesta de Cuasimodo.

Las mujeres se demoraban en ese descanso que no habían soñado jamás.

La primera explosión —porque el nombre de la Italiana iría asociado siempre a sucesos volcánicos— fue cuando Manuel, jefe de la quesería, el que trasladaba las piedras del cuajo a mano, en una erupción de furia, con la voz que se le oía a dos pueblos, llegó un día al negocio de la Italiana, indignado, a buscar a su mujer, la señora Piedad, que andaba con el pañuelo de cabeza de las catástrofes y tiritaba de sólo oírlo caminar.

La señora Piedad era tan nerviosa que tartamudeaba en un pestañeo eterno. Pero la Italiana la había oído hablar por dentro de su cansancio sin esquinas; la señora Piedad manipulaba todos los palillos del mostrador y le enredó todos los tamaños en su terrible miedo de ver a su marido a la puerta.

Entonces la Italiana mostró quién era y cuáles las cosas que le importaban. Salió tienda afuera, dejando el chal tirado en el suelo, y enfrentó a Manuel con las palabras tan fuertes, los ladridos tan hoscos y los zapatos tan levantadores de polvo como él.

El pueblo se llenó de tierra ardiente. La Italiana gritaba moviendo las manos, que él fuera sabiendo que su mujer no era su sirvienta, ni aunque ella misma creyera que lo era, y que estaba bueno que fuera aprendiendo a prender el fuego de su cocina sólito y que para acercarse a su mujer por lo menos se lavara los pies y que aprendiera a dar las gracias por las camisas lavadas y planchadas, que no eran lo mismo que el sol que sale en las mañanas, invariables, y que fuera teniendo cuidado con los golpes y los gritos, le habló a gritos de los tribunales de Santiago, que protegían en contra de los abusos, y le dio todas las direcciones de Centros de Protección a la señora Piedad, pero ésta no anotó ninguna, temblando como hoja, porque era la primera vez que en su familia se le hablaba así al hombre.

El Manuel se fue preocupado sacándose la mugre de las uñas con un palito y pensando que algo especial había ocurrido en el pueblo con esa paquetería "El Vesubio": muy a su pesar, descubrió una admiración por la Italiana que no había sentido en los días de su vida por ninguna mujer y se dio cuenta de que era algo más que bultos carnosos, nocturnos, de olor ácido y resignado: a cada segundo volvía a ver a la Italiana gritándole, y al fuego que salía de entre sus labios rojos.

Esa noche no le hizo nada a su mujer y comió en silencio a pesar de que los vecinos le habían recomendado que usara la tranca.

—Quedó tonto el Manuel con la Italiana esa—dijeron los hombres en el mesón tras los vasos morados—. Y más encima, le sublevó a la mujer.

Pero todos hablaban con una secreta envidia de la entrevista, imaginándose en el fondo de sus vasos que habrían dicho ellos a esa mujercita calentona, como le habrían puesto los puntos en las íes, y alguna otra cosa le habrían puesto también, se rieron, si estaba como para rajarla con la uña.

Y el coronel de Carabineros, resumiendo, dijo que cuando la gallina nueva se subía al palo del gallo, había dos posibilidades: o dejarla, o...

*

La Italiana comenzó a recibir visita de mujeres en las mañanas, cuando el trabajo rugía en las casas y los hornos quedaban gritando. Pero la pena y los sufrimientos escondidos bajo las camas eran muy fuertes también. La Italiana sabía entender todas las cosas, hasta las imposibles de explicar sin sollozos.

Por eso fue que a nadie le extraño cuando apareció un día la Almendrita, la hija de la señora Piedad, que iba en camino de ser una segunda señora Piedad, con el mismo pañuelo de cabeza y los huesitos en los codos, como teclas descompuestas.

Traía los ojos brillantes —por primera vez parecieron dos verdaderas almendras amarillas—y venía
a hablarle a la Italiana —porque en la casa no se podía hablar de eso— de un hombre, del hombre más maravilloso del mundo que había conocido y que la había mirado por primera vez en el galpón donde se empaquetaba la uva.

Almendrita pasó la tarde entera en la paquetería de la Italiana, sentada sobre el mostrador, derramando una elocuencia que nadie le conocía, hablando del momento en que él, con el sombrero en la mano, como en las fotos, la abrazó y le había pedido la amistad. La señora Piedad se paraba cada dos minutos para hacer callar a su hija, shh, cállate, iba a cascarla, esas cosas era una cochinada decirlas. Pero las otras la detuvieron: en "El Vesubio" se hablaba de cosas que no se podían decir en ninguna otra parte. Entonces, la Italiana, en medio de su tienda, con las cortinas volando de un viento escandaloso, lleno de humedad prometedora, con las mujeres moviéndose, eligiendo hilos, dedales, tapacosturas, dijo algo extraño, que hizo enredarse de pronto a todos los hilos de bordar:

—Mándemelo para acá. Almendrita, a su joven —dijo—. Dígale que venga a verme. Yo se lo voy a entregar suave como la piel de ante, listo para hacerla feliz.

—¿Qué? —dijo Almendrita—. ¿Quiere que...?

—Como los cueros nuevos, para curtirlo —explicó la Italiana poniéndose todas sus pulseras en la mano derecha. Y nos miró a todas. Fue tan clara su mirada, tan sin temblor la hortensia de su pecho, que todas le creímos de sopetón.

Las entrevistas de la Italiana con el novio de Almendrita se llevaron a cabo esa misma semana, porque si de algo estaba convencida la señora Piedad era de la buena intención y de la fuerza granate y terrícola de esa mujer.

Por esos días se vio, sigiloso, al novio de Almendrita, con los ojos encandilados como los buhos, cruzar los potreros para ir a encontrarse donde fuera con la Italiana, que lo esperaba sentada como una pantera serena en los bancos de la estación o se dirigía hacia él en medio de su enloquecedor caminar desde una alameda poblada por el viento. Almendrita, entretanto, dormía tranquila, esperando.

Adonde fueron la Italiana y el novio de Almendrita, qué hicieron o cómo pasaron el tiempo, es cosa que no se sabe, pero lo que sí se supo fue que un mes después, el muchacho golpeó la puerta de la Almendrita con la mirada desconocida del amor para siempre y en un estado de gran solemnidad pidió su mano a su suegro, que lo miraba boquiabierto sin entender muy bien quién iba a poner el chancho para el futuro casamiento.

El muchacho cortejó pacientemente a Almendrita, esperando que terminara de amasar el pan y de lavar a sus once hermanos, esperándola en sus cambios de humor, cuando la Almendrita amanecía con mil guarenes en el cuerpo y los soltaba por la lengua, o cuando le dolían los huesos en el agua congelada de los inviernos.

Le construyó la casa más linda que hubo soñado mujer alguna, desde que se inventó la madera tinglada: con una pieza de estar sola, encortinada de verde, para escuchar a la perfección el canto de las cigarras de la siesta...El novio de Almendrita se convirtió en un modelo inaudito de amor incondicional y en un traidor al gremio de la fortaleza y golpear sobre el mantel exigiendo cosas. Los hombres hablaron hasta la saciedad y se llegó a la conclusión de que después de haber pasado por las manos de la Italiana, el Medina chico había quedado suave como cuero de ante, tal como ella había dicho.

—Huevón, digan, más mejor —dijeron los hombres, masticando su rencor. Ya no contarían más con él para los partidos con siete chuicas, en el bajo del estero, los sábados.

Lo que se vio también fue que Almendrita era tan feliz que se le olvidó cómo se llamaba, creció sus buenos centímetros y comenzó a estar segura definitivamente del color que le gustaba y de la música que prefería y a darse gustos personales, como el de comerse un melón chorreándose entera en plena plaza, acompañada de todos los pelusas que lavaban camiones en el estacionamiento del peaje.

—Definitivamente huevón —dijo el ferretero—.

Mire que venir a decir que la cabrita esa es la más linda del mundo entero... Y todos recordaron entonces los ojos de fuego de la Italiana, prendidos como luciérnagas de los arboles.

Una mañana, la hija adolescente de la Delmira, la viuda más acida del valle, apareció en la paquetería con un muchacho de la mano, avergonzado y los ojos suaves como duraznos.

—Para que me lo arregle a éste también, Italiana, si puede, por favor—dijo.

Primero fueron las risas de las mujeres, y la cachetada de la Delmira a su hija, esta chiquilla está más loca que una cabra, pero después la Italiana anunció que cerraría temprano y salió con el muchacho del brazo, al cine del pueblo de al lado. Desaparecieron durante siete días, al cabo de los cuales, en la micro intercomunal, se vio llegar al muchacho derecho a la casa de la muchacha y temblándole la voz como a un hombre la llevó a la duna, detrás de la fábrica de cemento donde se fabricaba la cal y los hijos naturales, pero él hizo sentarse a su novia y le recitó un horrible poema de amor lleno de vocales conmovedoras que hizo llorar a todo el pueblo, incluso hasta a la hermana del señor cura, que creía que todos los pobres eran borrachos de nacimiento.

A partir de esa vez, la Italiana tuvo la tienda llena de muchachas parpadeando, atropellándose por entrar, y de mujeres maduras, avergonzadas de querer hablar con ella también.

La Italiana resistió los embates de las lenguas retorcidas. No recibía pago alguno por este trabajo de curtiembre y de domesticación. Su gallinero aumentaba con visos de industria y ya tenía que ordeñar cuatro vacas fieles y líquidas en las madrugadas. Las miradas de las muchachas recién casadas se subían al campanario y sus redondos hombros llenos de felicidad repletaron el pueblo de un verano continuo que cubrió de hojas púrpura las avenidas. El tiempo se detuvo en las copas de los árboles y la muerte no se aparecía por el pueblo. Ni siquiera en el Hogar de Ancianos Misia Ubelinda González se había muerto nadie y estaba repleto a perpetuidad. Los bancos de la plaza estaban llenos de gente contenta y esto le dio a la hermana del señor cura el miedo más cerval de que después las desgracias se fueran a desatar todas juntas.

La Italiana había derramado su fuerza y su simpatía por todo el pueblo. Era venerada como un día feriado y había una cola de jóvenes que circulaban continuamente a su lado llevándole los paquetes de las compras o barriéndole la entrada, aunque ella insistía en levantarse a las cinco de la mañana para dar de comer a canarios y perros huérfanos y a don Mañungo, ex chofer que había sido despedido del servicio del fundo porque se negaba a pasar por los puentes y metía el auto por el lecho de los ríos a pesar de las furiosas protestas de sus ocupantes, que terminaban empapados en cada excursión a la capital. La Italiana estaba en todo.

Pero los hombres se juntaban apretando sus vasos con la mano y pensando que era necesario que alguien con la cabeza bien puesta solucionara el problema de la mina ésta que hacía girar como trompo a los muchachos y los dejaba convertidos en huevones a la vela, mirando a sus esposas como tontos.

—¿No les dará algo en el licor? En ese caso se podría denunciarla —dijo el farmacéutico, que todo lo arreglaba con pastillas más, pastillas menos. Pero no. La Italiana no se iba por el lado del licor.

—Hay que elevar el informe correspondiente a la municipalidad. Al fin y al cabo, éste ya se transformó en un asunto comunal —dijo el coronel de Carabineros, con el bigote latiéndole. Que lo dejaran, vociferó, encontrarse con esa famosa Italiana en un recinto cerrado, a ver si no la dejaba meando dos tonos más bajo y le quitaba para siempre esa manía de mirar de frente y de ponerse chucara.

Pero en silencio, todos entibiaban sus vasos pensando en que les habría gustado irse con ella en esas
expediciones que hacía a veces con los muchachos, y el vino se les volvía un cognac de nostalgia.

*

Un día en la mañana, como si lo hubieran llamado, llegó el camión verde.

Atronaba un parlante.

Que no se movieran de sus casas.

El destacamento que bajó estaba formado por hombres que el pueblo no había visto jamás. Se lanzaron por los tejados de las casas disparando hacia los vidrios y postes y ruedas de los autos y los camiones. Y gritando como descosidos. Irían todos a no sé dónde, gritaban. Venían con la cara pintada de negro. Pisaron todos los tallos tiernos de esa primavera, petrificaron el polvo de las veredas y los perros vagos.

La Italiana también se acercó a mirarlos.

Pero ellos no venían a perder el tiempo. Entraban en las casas de a golpes, haciendo estallar ventanas, estatuitas, diarios de vida.

El horror se abrió como una sandía. Uno de ellos entró en la paquetería "El Vesubio" y salió con la Italiana empuñada como un choclo, por el pelo. Ella miraba con fiereza llena de silencio. Las moscas se detuvieron, espantadas.

La empujaron camión adentro y entraron todos. Los ruidos de ese camión invadieron como una marea insoportable los oídos de adentro. Todos se agarraron la cabeza a dos manos para no oír, para no saber, para no seguir sabiendo y quedar, por lo menos, en la duda de las cosas que no se quiere creer.

Pero de pronto, ante los ojos de los que no creíamos que era para tanto, se abrió la puerta del camión y de entre un ruido de roturas salió lo que quedaba de la Italiana.

Fue caminando por el pueblo desgarrándose cada vez más, deshaciéndose, quedando jirones de ella entre las barandas de la tarde y las manillas de cada uno de nosotros.

Y entró, apenas, en lo que había sido la paquetería ''El Vesubio". Cuando el carnicero y el farmacéutico y el coronel y el dueño de la quesería y el telegrafista y todos los otros llegaron, sólo quedaba en el suelo una de esas manchas leves de sudor y tristeza penetrante que no se borraría jamás.

Fueron llegando de a poco todos los hombres que ella había enseñado a amar, los que había dejado suaves como cuero de ante. Las mujeres esa vez se tragaron el llanto como baúles y fueron los hombres los que lloraron.

Y nos sentamos a su vereda, como cuando uno no se quiere ir del teatro en que una película le ha gustado mucho, mucho. Tosimos a duras penas el recuerdo y empezamos, como antes, a subsistir no más.

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