jueves, 24 de junio de 2010

cuentos modernos 17: Bajo cero de Lilian Elphick

Y.A.: ¿Para qué sirve escribir?

M.D.: Es callarse y hablar a la vez...



C’est tout

Marguerite Duras



Esta historia parte con mi incapacidad de encadenar los hechos ordenadamente; el título no revelará nada que la ironía no haya revelado antes; las palabras irán contando solas esta ficción de vaguedades, de noticias inciertas, hasta formar algo parecido a mi propia historia, triste en su precariedad, exenta de nombres propios y abundante en nostalgias por el resguardo de la memoria.



La mañana me dice que es hora de comenzar y todo está dispuesto: el café, los cigarrillos, esa compulsión quemante que sólo el que escribe entiende; se trata de narrar y después destruir lo escrito: por malo, por caótico, hasta por cliché. Entonces, la historia recomienza varias veces, la mañana ya es noche y se ha vuelto al punto de partida, como un boomerang bien lanzado.

Me duele escribir sobre la calmada manera de alejarse del personaje viajero, ya no nos encontramos como antes y hay que aceptarlo; dijo: “Serás mi amiga por siempre aunque estemos bajo cero”. Transcribo estas palabras sin entenderlas y no sé cuál de los dos está más confundido. Deambulamos por una escenografía fantasmal con nuestras contradicciones a cuestas. “Ayúdame”, dice. Me pide ayuda a mí, como si yo pudiera dársela. Seguirá caminando, repleto de maletas inútiles, acentuando cada vez más la marca de extrañeza en la mirada. Vagabundo de nadie. Vagabundo de mí. No, no puedo ayudarlo. Estamos condenados a ser los héroes de lo inconcluso, de lo que no tiene un simple final.



Soy su máscara; adosada a él. Sé de sus caminatas por calles laberínticas, mirando edificios antiguos o museos en mal estado. He visto sus lágrimas mojar el cuerpo de una mujer hermosa, que pide que se quede, que no vuelva a su sitio de origen. Ella intenta contar cuántas veces él se ha ido, utiliza calendarios y agendas, preparándose para el próximo encuentro, programando sus abrazos de bienvenida y de despedida. Y él, quiéralo o no, vuelve a mí, convertido en hielo. Nuevamente, negaré mi ayuda, porque sólo la inocencia crea milagros.



Sin embargo, los viajes son necesarios para él. Crean la ilusión de la huida, del “irse” sin conocer meta alguna, como sucede en un pequeño cuento de Kafka (que él jamás leerá). Pues bien, la ilusión se completa con un espejo que guarda en su maleta y en el cual se mira para asegurarse de que aún está. Su meta es, entonces, llegar a él mismo. Temeroso de perder el control de su existencia quiebra su propia imagen reflejada. Después, comprará otros espejos y practicará la misma rutina. Pensará en mí, lo sé, en el hotel que lo acoge noche a noche, respirando ese aire de mentira y secando sus manos con esas toallas tremendamente blancas, navegará en las aguas mansas de la pornografía televisiva o querrá hablar con alguien por teléfono, con cualquiera que le diga que su voz es excitante. Y no podrá resistirlo. Saldrá a una calle oscura, abrirá su paraguas, la lluvia mojará sus zapatos nuevos y, en algún momento, sentirá que está solo en el mundo, a pesar de esa mujer que espera para amarlo, a pesar de mí. Y no hay manera de romper la capa de hielo que ha rodeado su corazón. Sólo él puede hacerlo y no quiere. Es un sobreviviente. Será afuerino hasta en su propia ciudad, no reconocerá su casa, y seguirá de largo buscando la memoria que no tiene, que nunca tuvo, ansiando tener otros ojos, menos traidores quizás.



Cómo quisiera deshacerme de esta historia, ni escribiéndola puedo exorcizarla. El viajero se escapa de mis manos y está inerme. Alguna vez le dije: “No confíes en mí” y su inocencia produjo lo contrario. Me amó sólo para que yo pudiera escribir, fue tanta su confianza que puso su vida en mis manos. No se opuso a la descripción de su cuerpo en páginas que ya no existen: las cicatrices de infancia, los lunares en los brazos, las manos muy cuadradas, el pecho amplio. Físicamente resistente, pero con una disposición a la melancolía que se fue develando de a poco, como los pesados cortinajes de un teatro.



Pidió libertad de movimientos, visión aguda, el mundo entero tenía que caber en su mirada. Así viajó y conoció lugares, los aeropuertos y estaciones de trenes ampararon su credulidad, compró souvenirs, prendas de vestir y baratijas que olvidó en algún hostal caluroso. Fue inevitable el aburrimiento, perdió el interés por lo novedoso; todas las ciudades le parecieron iguales: sucias, decadentes, violentadas por el ruido. Sólo en ese momento tuvo miedo, sólo cuando quiso retornar y perdió la cuenta de sus pasos.



“Serás siempre mi amiga...” dice ahora, hoy mismo, cuando es tarde para reunirnos. La frase inacabada es el silencio entero. Su silencio, el mío, un paréntesis en blanco. El lugar, desconocido.



La historia debe congelarse...

miércoles, 23 de junio de 2010

cuentos modernos 16: Sin voz de Alejandra Costamagna

He llegado a pensar que estoy muerta. Mis pasos van dejando huellas de barro en estas calles desoladas. No comprendo a qué obedece este fastidioso desamparo. Miro muros de pinturas desdibujada, veo raíces de árboles sin hojas ni ramas, veo troncos, veo naranjas repartidas por el suelo, veo gatos y luego ya no los veo.


Abrocho mis zapatos, toco mi panza para comprobar su estado y me pierdo en los innumerables callejones de este pueblo, en sus laberintos de cemento. Hace horas camino hacia la casa de mis padres y siempre retorno hacia la misma esquina. Entonces vuelvo a partir y doy con la esquina y parto y la esquina y así: me cansa esta circularidad.

La noche cae de golpe, aplasta mi sombra en una ronda oscura. Enciendo un fósforo, pero su luz dura un segundo antes de que la brisa la apague. Enciendo todos los fósforos de la caja y un a uno se van consumiendo en su calor. En penumbras debo hacer un esfuerzo por regresar a la esquina sin tropezarme. A estas calles les han hecho algo, no sé, las han disfrazado ante mi visita. Qué maldad. Yo no hago más que caminar. Golpeo todas las puertas de este pueblo huidizo, me asomo por los patios y los jardines. No hay señales de nada. Con suavidad tiro piedras a las ventanas. Luego lo hago bruscamente. Quiebro un vidrio, incluso. Pero a nadie le afectan acá los cristales rotos. Todos se han ido ¿dónde? No sé. Siento que mi panza se abulta cada vez más y de a poco me invade la intuición de que es una lombriz lo que llevo a dentro. ¿Por qué cargo con este parásito? Se lo traigo a mi madre para que lo acune cuando salga de mí. Respondo a su vieja petición. Pero ella me sorprende con su ausencia. ¿Por qué todos se han ido?

Cuando los encuentre los golpearé. Partiré por mi madre y seguiré por los demás. Serán azotes de protesta los míos. Es muy miserable su abandono. ¿Qué significa esto de desaparecer sin aviso? ¿Acaso creen que tengo toda la vida para encontrarlos? Juegan a las escondidas los malditos y me obligan a levantar las tapas de los basureros, a remover los escombros, a patear las piedras, a gritarles desde la copa de un árbol. ¿Dónde están? Mi madre decía que iba a ser yo quien la perseguiría alguna vez. Hablaba con rabia desde la cama y se tapaba con las sábanas y cerraba los ojos y no me permitía ver su cuerpo desfigurado. Yo entonces me iba, desaparecía un par de semanas, unos meses, muchos años. Pero aquí estoy, mamá: es de noche, volví. ¿Es que el rencor te ha desterrado? Está bien, tenías razón. No debí haberte abandonado en la agonía. Pero no veo por qué el resto, un pueblo entero, me rehuye. Es una gente muy descortés ésta. Yo también nací acá, sacudí los naranjos para que botaran las frutas, coleccioné piedras en la plaza, caminé por los andenes despoblados en las tardes de invierno. Yo me levanté en las mañanas y me acosté en las noches. Y sí, olvidé sus caras también. ¿Cómo eran? Pálidos como yo, seguro. No, qué digo: mi madre era morena. Lo recuerdo porque a veces comparábamos el color de nuestra piel y nos reíamos. Estoy segura de que nos reíamos. ¿Con quién? ¿Qué decía? Las caras, eso, las imágenes. Mueren como gotas mis visiones.

En cada lugar emergen fracciones de recuerdos. Son diminutos, casi podrían no ser. La estación de trenes evoca a mi padre, por ejemplo. ¿Quién era mi padre? Me detengo a mirar los rieles oxidados y hago esfuerzos por traerlos a mi memoria. Algo me bloquea su contorno. Estoy obligada a adivinar sus facciones, su mueca de fatiga. Incluso llego a inventarle un olor. ¿Esto es un engaño, es mi mente escarbadora? Mi padre a veces se iba lejos y no volvía en muchos meses, me engaño o escarbo. Pero tal vez nunca estuvo, nunca se fue, nunca volvió. Apoyo mi oído en el suelo del andén. Hay rumores, voces perdidas. Una de ésas debe ser la suya. Papá ¿me escuchas, papá? Tomo aire, intento retenerlo al respirar, pero entonces su olor se confunde con una pestilencia que invade toda la estación. Hay ratas, hay peste. Me alejo de este lugar sosteniendo mi panza cada vez más pesada. Juro que nunca los dejaré acariciar mi bulto. Corro hacia la esquina fija. Muy pronto advierto que debo disminuir la marcha: si no cuido mis pasos, podría caer dentro de una alcantarilla.

Ahora los caminos se superponen con desorden. No sé dónde está mi esquina. Ésa es la escuela, sí, creo. Me veo, veo a mis hermanos, a mi compañera de banco. Pero está todo en penumbras. A tientas abro la reja y camino por los patios. Me detengo en el quiosco de golosinas. Hay un silencio sepulcral. Intento llegar hasta las salas. No puedo: hay candados en todas las puertas. Me parece ver barreras en los pasillos. ¿Es que también los niños y los maestros y la inspectora de falda ajustada y el vendedor de maní han desaparecido? Tanta soledad no me cabe. De nuevo quiero correr, pero mi panza no me lo permite. Vuelvo a la calle y camino aceleradamente, como si mis piernas fueran algo independiente de mi cuerpo. Llego a la plaza. La compostura de ese farol me abruma. ¿Qué es todo esto? Hay un vendedor ambulante sentado en un banco de madera.

Por fin alguien me dará una explicación. El viejo tiene una lámpara a parafina y se dispone a apagarla. La sopla: desaparece con su aliento. Ya no hay nada. No hay viejo ni farol ni plaza. Intento gritar, pero mi lengua se ha vuelto torpe. Solo enredo y desenredo palabras, letras sueltas. Soy un cuerpo de sonidos difusos, nada más, y me consumo en la mudez.

Una bruma pesada lo confunde todo. No veo. Es como si me hubieran cerrado los ojos con una venda. Y yo sigo rastreando la esquina entre las calles desoladas. Mis pasos son intuiciones. El cemento de las avenidas se mezcla con el aire y muy pronto el pavimento desaparece y es un camino pedregoso el que me toca aplastar. Voy a gritar y confirmo que no tengo voz. Tampoco escucho con claridad. Me parece oír murmullos lejanos, palabras apretadas. ¿Qué son esos ruidos? Tapo mis oídos para no seguir confundiéndome. Huele a humedad en este laberinto. Tal vez llueve y no tengo paraguas. Estiro la palma de mi mano hacia arriba esperando recibir gotas del cielo. Nada. No hay agua, no hay truenos, no hay nada. Por momentos me parece estar debajo de la tierra. Quizás lo que llueve son terrones de barro. ¿Dónde están, por favor? Cada vez es más oscuro y brumoso el aire. Me cuesta caminar. ¿No estaré yendo hacia atrás? La panza me cuelga, tengo la sensación de que se va a desprender de mí. Debería cosérmela al cuerpo. Es imposible; no veo hospitales. Ni siquiera veo una puerta que permita abrir la noche. Qué descuidada, debí haberme cosido antes de partir. Pero no recuerdo el minuto de mi partida. ¿De dónde partí?

Las piernas ya no me sostienen, que peso tan intolerable. Si encontrara una tijera podría acabar con esta gordura inútil. Crece a cada minuto y de a poco se apropia de mis sentidos. Ahora me tiene sin respiración. Es una brutalidad seguir guardando esta carne. Me duele. Debo agacharme y gatear para continuar la búsqueda. No doy un paso sin que la panza me estorbe. El viejo de la lámpara vuelve a aparecer detrás de un farol. Juega conmigo el viejo de mierda: aparece y desaparece riéndose. Deme una tijera, le pido. Me parece distinguir un metal brillando entre sus manos, pero es solo una ilusión. Sáqueme este bulto, por favor. Entrégueselo a ella, le ruego. ¿A quién?, pregunta antes de soplar nuevamente su lámpara. A ella, insistió. A mi madre, señor. La oscuridad se lo lleva definitivamente y vuelvo a estar sola, sola con mi cuerpo deforme.

Creo que de nuevo están cayendo gotas. No, soy yo la que se humedece. Estoy salpicándome. Mi vestido se cubre de rojo. Le arranco una manga para detener el avance de la cañería que se me ha abierto. Maldita la sangre con que me hicieron. Amarro mi cintura con el trapo y vuelvo a la normalidad. Qué alivio. Pero ahí está fluyendo de nuevo, maldita sea. Ahora sale del ombligo, de la garganta, de mi cuerpo completo. Maldito el fruto de mi panza. Me amarro entera, hago un nudo de mi misma. Me sostengo en ese trípode que es mi cuerpo, me desprendo de la curiosidad que me trajo a este lugar y comienzo a olvidar a mis seres perdidos. Soy un ovillo de la roja. Redonda como me he vuelto, ruedo por la noche vacía. Ruedo, ruedo, ruedo sin perder mi circularidad apañada. Puedo ver mi deslizamiento por las rutas disparejas de este pueblo, por la esquina fija. Me invade el vértigo, ay. Estoy superando la velocidad del sol; me pierdo. Pero sé que voy a traer el amanecer por el norte cuando logre traspasar las arterias y este cielo opaco. Malditos ellos que se fueron, ¿quiénes? Maldita yo que los olvidé.

cuentos modernos 15: Donde mueren los valientes de Hernán Rivera Letelier

...Y DE PRONTO YO, el verdugo por excelencia, el ejecutor más despiadado de estos fusilamientos, el que no perdonaba a nadie, el capaz de rematar sin asco a su víctima en el suelo, el prócer indiscutido de estas encarnizadas batallas de suburbios, había pasado, de golpe y porrazo, de ejecutor a ejecutado. Y mientras asistía a los preparativos de mi ajusticiamiento -ceremonial de una liturgia que conocía al dedillo, pero del otro lado del que me hallaba ahora- no podía dejar de pensar en ese cabrón arranque de sentimentalismo barato -inédito en mí- que me llevó a sustituir en el puesto al compañero caído, y a tratar de llevar a feliz término su peliaguda misión en la batalla. Y, precisamente -pensaba emputecido en tanto aguardaba la orden de fuego-, venir a ocurrirme esto justo en la contienda con uno de los bandos más duros de esta inclemente guerra periférica; el mismo al que en el primer choque simplemente hicimos papilla. Jornada memorable aquella en que, justamente este servidor, se llevó todos los honores al hacer morder el polvo al mama ese que los capitaneaba y que estaba haciendo demorar la derrota de sus huestes prácticamente él solo. De la despiadada como impecable ejecución que me mandé aquella vez, clave para la victoria final, todavía hoy se habla en las trincheras de por estos lados. Y ahí estaba, ahora, a punto de morir en mi propia ley. Totalmente indefenso frente a ese mastodonte -expresivo como un bloque de hielo- elegido como mi verdugo. Una bestia que el enemigo había reclutado estrictamente (decían) pensando en esta segunda batalla; un ejecutor (decían) tanto o más brutal que yo; un carnicero sin un solo miligramo de sentimiento, un mercenario que en sus ejecuciones (decían medrosos) utilizaba como arma de tiro un mortero de esos de la Segunda Guerra Mundial; un asesino que a la primera ojeada me hizo entender que con él no corrían trucos; que todas esas artimañas a que recurren las víctimas buscando desconcentrar al fusilero, hacerlo perder puntería -artimañas que a mí alguna vez me hicieron vacilar levemente-, no harían ninguna mella en su impavidez de sicario analfabeto; no influirían para nada en esa frialdad terrible con que, ya terminado el ceremonial previo, aprestó su mortífero cañón de ajusticiamiento, mientras yo me persignaba, me agazapaba, me encogía como un batracio sin dejar de mirar el proyectil que, a la orden de ¡Fuego!, me dejaría tirado en el suelo como un perro sarnoso, o me elevaría a la gloria de ese cielo de domingo en una volada que ningún locutor radial iba a relatar eufórico, que ningún canal de televisión iba a repetir en cámara lenta, que ningún piojoso reportero gráfico captaría para la portada de ninguna de esas cabronas revistas especializadas. Porque en estos reductos poblacionales, compadre, en estos perdidos potreros pedregosos, en estas bravas canchas a medio cerro, los tiros penales de último minuto sólo se comentan con las patitas debajo de mesas como ésta: tapadas de botellas espumeantes; sólo se analizan, compadre -entre pausas de chistes genitales y boleros de venas abiertas-, en estos pringosos boliches de esquina en donde, impajaritablemente, llegamos a morir los valientes. ¡Salud!

cuentos modernos 14: Amores que matan de Carolina Rivas

-Uno siempre regresa al lugar del crimen-, murmura Beatriz.
..... Alejandra, a pocos metros, trata de enfocar un punto preciso, el detalle de una aldaba antigua en la puerta de una casa azul. Dentro de pocos minutos se irá el sol y todavía le quedan fotos por hacer.
..... -Uno siempre regresa...-, repite Beatriz, esta vez sin terminar de pronunciar la frase.
..... -Será otro de sus lapsus de ensoñación-, piensa Alejandra. -Pero se le pasará pronto, es inofensiva.
..... Beatriz mastica a menudo frases que nadie entiende, pierde la mirada entre las cosas, se toca la nariz casi con desesperación -dice que es alergia- o toma algo entre las manos, una flor, una hoja, una ramita que huele como si fuera ciega, y las manosea hasta deshacerlas.
..... -Pero se le pasa pronto, es inofensiva-, suele decir Alejandra a sus amigos en su defensa, cuando la mirada un tanto inquieta de ellos la preocupa.
..... -Para ser jueves el puerto está lindo y el día epléndido, -comenta Beatriz, mirando ahora el ancho de la bahía.
..... -¿Jueves?, -pregunta Alejandra-, qué tiene que ver con que sea jueves. ¿Por qué?-, insiste mientras cambia el rollo.
..... -Es un día horrible. No me levantaría nunca los jueves. Los eliminaría, si pudiera, por decreto-, y comienza a rascarse furiosamente la nariz.
..... -Estás muy loca, estás loca de remate..., -murmura Alejandra y con una sonrisa enfoca el detalle de un curioso candado de bronce.
..... Alejandra se apoya contra la baranda y adapta el lente a la fugitiva luz. Ella siempre sueña con absorber, succionar el sentido de las cosas, de los rostros, volverlos diferentes desde su mirada. Ese soberbio anhelo omnividente de los fotógrafos.
..... El viento le levanta el pelo en una larga bóveda dorada. Ondea unos instantes en el aire para tocar la cara de Beatriz.
..... -¿Traicionaste alguna vez?
..... La pregunta sorprende a Alejandra. Respira hondo, traga saliva y no responde. Saca el dedo del obturador.
..... -O, puesto de otra manera, ¿has soñado que matas algo o a alguien?
..... La rubia gira y queda casi de frente a Beatriz. Instintivamente busca, escondida detrás del lente, los ojos oscuros, extraños, de su amiga y enfoca.
..... -Alguna vez. Quién no..., -responde inquieta mientras espera el punto de vista preciso para atrapar esa extraña belleza de Beatriz que suele confundirla. -Pero sin resultados relevantes, añade. ¿Por qué la pregunta?
..... -Nada especial. ¡Odio los jueves!, -repite Beatriz saliendo sin aviso de cuadro.
..... -¿A quién? ¿Qué mataste?, -pregunta Alejandra ahora con aparente curiosidad. Contra su voluntad, presintiendo el riesgo, comienza a entusiasmarse y mueve la cámara instintivamente para encontrar la fotografía que aún no logra hacer.
..... -Ya te dije. Nada, es solo una pregunta.
..... Un grupo de gaviotas pasa rasante por sobre las rocas. Alejandra l sigue. Apreta una y otra vez... 6, 7, 8 veces el obturador.
..... Beatriz tiene el pelo oscuro y los ojos tristes. De nuevo en el objetivo, Beatriz lleva como fondo un día de sol y esto parece molestarla. Esa luz que surge de lo más oscuro, esa luz que ella tiene y que recién ahora Alejandra logra definir, entender. Esa errática inteligencia, esas frases que parecieran no saber a donde van. Esa Beatriz que comienza a acomodarse descaradamente entre sus cejas.
..... -Hace un año, exactamente aquí, en este mirador, cometí el crimen.
..... Beatriz sonríe. Lo repite, esta vez, lenta y perfectamente entendible.
..... El reloj Turri de Valparaíso marca las seis.
..... -Todo hombre mata lo que ama. Los valientes con una espada, los cobardes con un beso-, susurra como si cantara.
..... Alejandra, confundida, trata de leer la intensidad de la luz en su cámara.
..... -No me gustan las baladas de cárceles y los príncipes infelices... Uno siempre regresa, cuando ya no queda nada. Ni pedestal, ni golondrina... Ni delitos o juicios pendientes. Es como si jamás hubiese ocurido nada y las cosas no son más que una pesadilla. Aquí, contra este muro, hace un año, Felipe me besó. ¿Me besó? ¿Te acuerdas de Felipe?, -pregunta Beatriz y mordizquea aplicada su dedo índice.
..... Mientras revisa sin motivo el lente, Alejandra reconstruye en su memoria el rostro. El pelo canoso y revuelto, sus ojos grises, siempre cautelosos y astutos.
..... -¿Felipe? No muy bien-, miente con propiedad. Aprovecha de despejarse un mechón de pelo que le tapa el lente.
..... -Contra esa pared, -dice Beatriz y señala un rincón-. Allí ocurrió. No recuerdo su expresión, ¿me besó? No pude verlo, la luz de un viejo farol no me dejaba ver. ¿Cerraría él los ojos? ¿Qué crees tú, Alejandra? Era muy tarde y yo tenía tanto frío... No recuerdo siquiera si me tocó. Felipe abrió los brazos y senti su indolencia, la frialdad completa, esa típica manera de no estar que suele tener para todo.
..... Beatriz se frota la nariz. -Y pensar Alejandra, que la gente dice que fue una puñalada que le di a Horacio. La manera que tienen las personas de explicarse las cosas. ¿No? Creo que después de besarnos bajamos hasta la playa. Pudimos incluso haber hecho el amor, pero parece que yo debo haber preferido volver a dormir al hotel. En esos días yo todavía era la novia de Horacio, pero estábamos de vacaciones. Alejandra tú sabes. ¿Nunca leíste algo de esto en los diarios?, -dice con profunda ironía. -Horacio jura que hasta las piedras lo supieron y yo, yo casi no lo recuerdo, es tan distinto el parámetro masculino... ¿No crees? Cuando una mujer besa, cuando el hombre besa... En fin, no sé cuánto he pagado hasta hoy por eso -y continúa-, es extraño que no lo hayas sabido.
..... Lentamente Beatriz se deja resbalar contra la pared y se encoge en el suelo.
..... La cámara descansa sobre el pecho de una Alejandra desconcertada. No sabe a dónde quiere llegar Beatriz con toda esa palabrería. Incluso el esfuerzo de volver a alzar el lente es demasiado para ella.
..... -¿Quieres hablar de eso?-, pregunta Alejandra improvisando un ataque de coraje.
..... -Tal vez, - dice Beatriz levantando la voz. Su nariz pequeña busca en el aire algo, quizás inspiración.
..... -Hay demasiadas cosas y no sé hasta qué punto las tengo confundidas. Quizás, como todo, depende tanto de quién y del cómo se cuente la historia... El correcto punto de vista. ¿No es cierto, Alejandra? Tú ya sabes el lugar. Yo podría contarte el cómo. Tal vez entonces podrías imaginar y hasta sentir lo que me pasaba en esos días...
..... Beatriz se pone ahora, lentamente, de pie. -Puedo hablarte muchas horas de Horacio, que es el problema, y creo que no resolveriamos nada. Ya está todo hecho. Alguien, ciertamente clavó un cuchillo esa noche y tantas otras, alguien que anda por las calles, impune. ¿Cuánto costará una mentira, Alejandra?
..... -Otra pregunta de esas y te juro que te dejo aquí, - responde la rubia con sequedad.
..... -¿Qué estaría haciendo aquella noche Horacio? ¿Lo sabes, Alejandra?, -insiste-. Podría hablarte tanto, pero no sé...
..... -Dicho así, una mentira puede costarle a alguien la vida-, advierte Alejandra mientras guarda la cámara en el estuche. -Creo que la llegada de la noche te pone mal, diría que te agudiza la obsesión... ¿Vamos ya?
..... -Empieza a caminar cerro abajo. Siente los pasos de Beatriz unos escalones más atrás, casi con miedo de que se lance en una carrera loca y ruede por las escaleras. Se siente responsable. Ha asistido de cerca a su lento proceso de deterioro, a su pérdida abrupta de peso. Sabe que la debilidad la obligó a encerrarse en un largo abrigo negro. Que es receptora de cuanta bacteria existe en el aire. Que ha perdido la capacidad de concentración en el trabajo. Ha sido testigo del paulatino opacamiento de sus ojos y de la aparición de las canas. -¿Qué sostiene a Beatriz?-, se pregunta Alejandra metiendo sus manos en los bolsillos.
..... -Estoy cuidando un cadáver, -piensa mientras bajan las largas escalinatas. -Esta manía mía de siempre sacar a los ciegos a mear. Pude haber venido sola. Pobre tipa, pero ya está-, se contesta entrando al primer café que le parece decente como para encontrar un baño limpio.
..... Unos momentos más tarde, ya refrescada, Alejandra encuentra a Beatriz sentada contra una ventana. En silencio observa como mueve dos tazas de café y una copa de vino tinto sobre la mesa. Beatriz busca la posición perfecta con dedicación casi científica en el mantel a cuadros. Alejandra escucha la sirena de algún barco y mira instintivamente hacia el mar, hacia el gran útero que siempre le parece el puerto. Por la Avenida Brasil pasan los trolley de la tarde, los ómnibuses Verde Mar.
..... -El baño era sucio, como todos los del puerto -le dice y se sienta frente a ella. Pero la frase da lo mismo. Beatriz continúa tratando de encontrar la exactitud imposible de las tres piezas sobre el tablero. Decide romper la ceremonia y arrastra su taza para tomar el café.
..... -Si A miente a B -dice Beatriz- y B miente a C, luego C miente a A... teoría de conjuntos, te lo enseñan en la primaria, con circulitos, que uno ingenuamente llena de colores para tratar de entender lo elemental: Que siempre nos mienten. No he pasado un solo día sin recordar el peso exacto de mi crimen, -si como tal existió-, de las mentiras de Horacio, de mis ridículos amores por él y del horrible asesinato de lo nuestro, según declara. Lo más probable es que no haya sido en absoluto importante para nadie... en fin. ¿Qué es un beso furtivo al fin y al cabo? Pero yo parece que me convencí, y ese es el problema. Si dicen que maté algo, o a alguien, debí tirar el cuchillo al agua, sin huellas, estilo Polanski, eso sí.
..... -¿Dónde habrá estado esa noche Horacio? ¿Lo sabré alguna vez, Alejandra?
..... -¡Que sé yo dónde estaba Horacio! Tú sabes que no es santo de mi devoción. ¡Basta! Sabes que te hace mal seguir insistiendo con el tema. Tú sabes mejor que nadie que pudo haber estado con cualquiera... no creas que yo manejo más datos que tú...
..... -Tengo que sacármelo de los huesos -dice Beatriz alzando el rostro. Llora. Apreta las manos y por un instante, Alejandra puede sentir sus deseos de romper la ventana de un golpe.
..... -Los puertos son todos iguales, con olor a podrido y malos recuerdos -dice Beatriz mirando por la ventana. Alguna vez vinimos juntos y me confesó que me quería. Creo que jamás se perdonó esa declaración. Quizás no sabía que se podía querer tanto y tuvo miedo.
..... Pasaron muchos meses hasta que pude concluir que el amor sirve para casi todo. Cuando ya había aprendido la lección fue como siempre, demasiado tarde. Lo siento Alejandra, no quiero aburrirte con este cuento aburrido de la mujer a destiempo en los brazos del hombre perfecto. Estoy en la etapa de recuperación según mi sicólogo y me hace bien hablar de estas cosas. Dice que la verdad, al transformarse en palabras, deja de hacer tanto daño y debe ser cierto. Además, ¿no me era infiel casi todos los días? Gracias por escucharme.
..... Crece el silencio. Recién cuando Alejandra nota que en las mesas comienzan a consumir alcohol en vez de café vuelve la vista hacia la bahía enorme que empieza a convertirse en un joyero de luces. Sobre el rostro de Beatriz se puede casi enumerar la prolija secuencia del crepúsculo iluminándole la piel. En una reacción automática estira la mano hasta el bolso donde guarda la cámara. Ahí está la foto que no ha logrado hacer. Beatriz y la ventana, Beatriz con la cara húmeda y la tarde que la agrede. Pero ya no hay luz suficiente.
..... -No, -dice Alejandra despacio-. Gracias a ti por contarme...
..... -Contarte la nada amiga. Ya te dije, es parte de la terapia. Tú siempre estuviste cerca nuestro. ¿Qué estará haciendo Horacio ahora mismo? Es tan absurdo saber lo que hace Felipe, sus rutinas, el alcance de sus problemas o compromisos... tan fácil y casi ni lo conozco... en cambio Horacio. ¿Qué crees tú que estará haciendo?
..... La pregunta cae al agua. Alejandra la mira hablar, Beatriz existe a pesar de todo. Alejandra piensa en una niña atrapada en un horrible abrigo negro, demasiado grande para dejarla asomar y se pregunta cuántas veces la ha aplastado sobre la cintura de Horacio, cuántas veces se ha frotado contra ese cuerpo tratando de borrarla, de frente y de perfil, cuánto ha gritado en su habitación que es una carita de nada, una chica inconsistente... y él permanece en silencio, concentrado en no confundir los olores, los temas, los rituales adquiridos en los largos años de oficio.
..... Beatriz sonríe y dice -la vida es tan rara Alejandra... solo me queda la idea de que increíblemente puedo dormir tranquila ¿No crees que es un premio extraño? Vamos, se está haciendo tarde.
..... Con frío llegan hasta el auto. Alejandra pone con cuidado el equipo y el bolso en el asiento trasero.
..... Beatriz, se acomoda y enciende un cigarrillo. Abre la ventanilla y comenta -¿Sabes?, alguna vez, en mis delirios llegué a pensar que todas mis amigas habían sido amantes de Horacio, que en cada una de ellas estaba escondida una imagen, un detalle que conocían y que yo recogía en conversaciones para torturarme sin pausa y luego recorría los portales de sus casas buscando la evidencia... Frívolo, todos dicen que es un frívolo... pero regresaba y me amaba, a su manera parece... Siempre regresó cuando estaba cansado y necesitaba que yo lo dejara hablar hasta que se nos cerraban los ojos en la madrugada. Es raro, lo único que tengo después de tanto tiempo son unas fotos que alguién le sacó aquí en el puerto, ¿te das cuenta?-. Beatriz apaga el cigarrillo lentamente e introduce las manos en los bolsilos. -Solo contigo, -dice entonces, -Alejandra, soy capaz de hablar de esto... estás limpia, a él jamás le gustaron las rubias, jamás. Querida, has trabajado toda la tarde, estás cansada y yo he hablado tanto... Si prefieres manejo yo....

cuentos modernos 13: En la vereda de Ana María del Río

Nadie sabía más detalles, pero le decían la Italiana, tal vez por la increíble cantidad de tallarines que compraba en el consorcio San Francisco, que era el único que traía los paquetes envueltos en celofán. O tal vez le decían así por esa manera de caminar, tan distinta a todos, con los pies dueños de la vereda, como mascando la calle, esparciendo las caderas a diestro y siniestro, con una alegría de fruta madura en el tope del azúcar. La mayoría de las mujeres, de boca fruncida y tejido receloso, movían la cabeza al verla pasar con la cartera balanceándose como barco henchido y se contaban historias maravillosas sobre la Italiana, pero con unos nombres tan antiguos que nosotros no entendíamos nada: que había sido la no sé qué de un musolini. Y que había llegado a Chile en el avión correo, metida en la bolsa de los telegramas.

—No, pues, no le pongan tampoco —decían los hombres, acodados tras el bar—. La Italiana está bastante bien, pero no es para morirse.

No sé cómo se las arreglaba la Italiana para parecer que siempre estaba disfrutando de la vida y que, a veces, la vida estaba disfrutando de ella: metida en una gran presión llena de fuerza, dentro de un inmenso racimo latiendo alegre, con el pulso de la vida.

—No es conventillera —corregían las comadres.

Y no era. La Italiana se hallaba a gusto en el medio de la gente, eso era todo.

Incluso en medio de los paseos alrededor de la plaza, los domingos por la tarde, cuando cada uno se afanaba por sentarse con lo mejor que tenía y caminar derramando el perfil más correcto, largando el sedal con el anzuelo, buscando remedio contra la arrebatada arena de la soledad.

La Italiana tarareaba, porque la Italiana era la única que sabía tararear y marcar el compás con las uñas, y además porque tenía una de las tiendas más fascinantes que conocimos jamás, rebosando de cajitas color concho de vino con Santiago de Compostela en la tapa, sin número ni clasificación alguna. Las cajitas se encaramaban solas, unas arriba de otras en los estantes construidos para sacos harineros, y cuando a la Italiana le pedían algo, desde botones hasta medias del cinco, ella comenzaba la búsqueda, subida arriba de una escalera de podar enredaderas, tratando de adivinar cuál sería la caja correspondiente, palpando bajo las tapas con sus bellas manos olor a risa y a agitación cálida. Los clientes no sabríamos jamás que cada cosa que sacaba la Italiana era un milagro de adivinación en cualquier cajita, sobre todo en los días nublados, en que la luz de afuera se negaba en redondo a entrar en la casa de adobe grueso con el alero de lluvia goteando hermetismo.

La Italiana devoraba cada momento, incluso aquel en la madrugada, cuando la mitad de los habitantes debían levantarse, medio dormidos, a ordeñar sus vacas, que esperaban heladas de oscuridad junto a las ventanas, porque si no, la leche se les pudría y el queso salía amargo, lo cual era lo peor que podía acontecer en un pueblo quesero. La Italiana partía tirando las almohadas contra la pared, cantando una tarantela inverosímil que despertaba al valle y balanceando un tacho de aluminio, mojándose las piernas en el duro y empecinado pasto de las madrugadas, donde cada brizna largaba un enconado chorro de garúa conservada durante la noche.

Nadie podía entender cómo la Italiana estaba metida en tantas cosas a la vez.

—Pero esa mujer debiera tener alas en los tobillos para alcanzar todo lo que tiene que hacer y parece, en cambio, que echara raíces en todas partes —dijo alguien de los hombres, mirándola conversar con todos a la vez.

Era cierto que la Italiana andaba bien pegada a las cosas de esta tierra: los céntimos que le sobraban los iba amontonando en una gran alcancía en forma de buzón, situada en el lugar de la caja registradora de la paquetería; repartía el diario en una bicicleta vieja en la mañana, vendía números de lotería, llevaba y traía almuerzos servidos, escribía cartas a los viejos de la Fundación, mostraba las bicicletas y los caballos que estaban para la venta, recibía recados, vendía huevos, inventaba pecados para las niñas aturrulladas con lo de los malos pensamientos, que venían a confesarse por primera vez, buscaba empleos a quien quisiera de veras trabajar y no tuviera miedo a transpirarse las cejas... Al mes de llegada, la Italiana había penetrado en el pueblo como una lanza, alcanzando la humedad de tierra temblorosa con que estábamos hechos.

Cuando recién apareció en la pisadera del bus, con sus tres maletas escandalosas de brocato rojo atronando en la plaza bajo la mirada boquiabierta del General Bernardo 0'Higgins subido en su pedestal junto al temblor de las varillas de fierro de la pérgola, las mujeres del pueblo, soplando sobre sus teteras, le echaron una sola mirada y la hicieron caer en el hoyo de las "sueltas", ni portaligas trae, debe ser otra de las queridas de ese turco asqueroso del almacén, dijeron.

Y se pusieron a barrer furiosas, levantando el polvo de su asombro y admiración porque el peinado y el vestido de la Italiana merecían verse y contarse: sus ondas rubio oscuro, perezosas, saliendo casi de los mismos ojos, todo merecía verse en ella, junto con sus caderas gloriosas, por las que los hombres se salieron de las mesas del almuerzo y la partida de dominó quedó inconclusa esa tarde, porque todos se dedicaron a apostar sobre su edad y la continuación de sus muslos. La Italiana traía una flor de género en el nacimiento de sus pechos: una decidida hortensia azul, plena como ella misma.

En seguida de llegar, casi antes de saludar a nadie y contraviniendo todas la profecías que brotaron de las escobas al mirarla —ésta no aguanta una semana aquí: quiere guerra, se le nota en las pestañas—, la Italiana armó su negocio trapeando el suelo con lavaza y aserruchando ella misma. El letrero de la entrada lo pintó, sacando un poco la lengua mientras escribía "Paquetería El Vesubio".

Todo parecía sobrar y ser fresco cerca de la Italiana. Se abrió su negocio ese día domingo, y a pesar de las alertas que mandó la hermana del señor cura, cuidado con los que trabajan en domingo, las mujeres fueron llegando con una curiosidad de narices distraídas. Se quedaron todas hipnotizadas por la anchísima presencia de la Italiana, que las besaba en ambas mejillas y parecía conocerlas a cada una con antiguos lazos familiares: se sabía el nombre de los cardúmenes de hijos y al día les iba siguiendo las muelas cariadas, las espinillas, las primeras reglas, las notas en matemáticas, las peleas, los pantalones largos. Las mujeres abandonaron las palabras afiladas y las escobas detrás de la puerta y se acercaron en las tardes a la paquetería: permanecían allí un rato, sentadas en sillas de paja, sin siquiera hablar; se hacía menos dura esa masa inmensa que amasaban a través de los días interminables e iguales. La Italiana ofrecía al caer la tarde un refresco de guinda tan maravilloso que hacía salir lágrimas. Desde su tienda, las mujeres veían elevarse el humo de sus propios hogares, a veces tan desgarrados que parecían gritos de auxilio en gris. En los hornos de tierra se cocían a fuego lento los minúsculos rencores. De esas cosas que nunca se podía hablar a nadie, de esas cosas que a la Italiana le importaban más que los hilos y los botones o la fiesta de Cuasimodo.

Las mujeres se demoraban en ese descanso que no habían soñado jamás.

La primera explosión —porque el nombre de la Italiana iría asociado siempre a sucesos volcánicos— fue cuando Manuel, jefe de la quesería, el que trasladaba las piedras del cuajo a mano, en una erupción de furia, con la voz que se le oía a dos pueblos, llegó un día al negocio de la Italiana, indignado, a buscar a su mujer, la señora Piedad, que andaba con el pañuelo de cabeza de las catástrofes y tiritaba de sólo oírlo caminar.

La señora Piedad era tan nerviosa que tartamudeaba en un pestañeo eterno. Pero la Italiana la había oído hablar por dentro de su cansancio sin esquinas; la señora Piedad manipulaba todos los palillos del mostrador y le enredó todos los tamaños en su terrible miedo de ver a su marido a la puerta.

Entonces la Italiana mostró quién era y cuáles las cosas que le importaban. Salió tienda afuera, dejando el chal tirado en el suelo, y enfrentó a Manuel con las palabras tan fuertes, los ladridos tan hoscos y los zapatos tan levantadores de polvo como él.

El pueblo se llenó de tierra ardiente. La Italiana gritaba moviendo las manos, que él fuera sabiendo que su mujer no era su sirvienta, ni aunque ella misma creyera que lo era, y que estaba bueno que fuera aprendiendo a prender el fuego de su cocina sólito y que para acercarse a su mujer por lo menos se lavara los pies y que aprendiera a dar las gracias por las camisas lavadas y planchadas, que no eran lo mismo que el sol que sale en las mañanas, invariables, y que fuera teniendo cuidado con los golpes y los gritos, le habló a gritos de los tribunales de Santiago, que protegían en contra de los abusos, y le dio todas las direcciones de Centros de Protección a la señora Piedad, pero ésta no anotó ninguna, temblando como hoja, porque era la primera vez que en su familia se le hablaba así al hombre.

El Manuel se fue preocupado sacándose la mugre de las uñas con un palito y pensando que algo especial había ocurrido en el pueblo con esa paquetería "El Vesubio": muy a su pesar, descubrió una admiración por la Italiana que no había sentido en los días de su vida por ninguna mujer y se dio cuenta de que era algo más que bultos carnosos, nocturnos, de olor ácido y resignado: a cada segundo volvía a ver a la Italiana gritándole, y al fuego que salía de entre sus labios rojos.

Esa noche no le hizo nada a su mujer y comió en silencio a pesar de que los vecinos le habían recomendado que usara la tranca.

—Quedó tonto el Manuel con la Italiana esa—dijeron los hombres en el mesón tras los vasos morados—. Y más encima, le sublevó a la mujer.

Pero todos hablaban con una secreta envidia de la entrevista, imaginándose en el fondo de sus vasos que habrían dicho ellos a esa mujercita calentona, como le habrían puesto los puntos en las íes, y alguna otra cosa le habrían puesto también, se rieron, si estaba como para rajarla con la uña.

Y el coronel de Carabineros, resumiendo, dijo que cuando la gallina nueva se subía al palo del gallo, había dos posibilidades: o dejarla, o...

*

La Italiana comenzó a recibir visita de mujeres en las mañanas, cuando el trabajo rugía en las casas y los hornos quedaban gritando. Pero la pena y los sufrimientos escondidos bajo las camas eran muy fuertes también. La Italiana sabía entender todas las cosas, hasta las imposibles de explicar sin sollozos.

Por eso fue que a nadie le extraño cuando apareció un día la Almendrita, la hija de la señora Piedad, que iba en camino de ser una segunda señora Piedad, con el mismo pañuelo de cabeza y los huesitos en los codos, como teclas descompuestas.

Traía los ojos brillantes —por primera vez parecieron dos verdaderas almendras amarillas—y venía
a hablarle a la Italiana —porque en la casa no se podía hablar de eso— de un hombre, del hombre más maravilloso del mundo que había conocido y que la había mirado por primera vez en el galpón donde se empaquetaba la uva.

Almendrita pasó la tarde entera en la paquetería de la Italiana, sentada sobre el mostrador, derramando una elocuencia que nadie le conocía, hablando del momento en que él, con el sombrero en la mano, como en las fotos, la abrazó y le había pedido la amistad. La señora Piedad se paraba cada dos minutos para hacer callar a su hija, shh, cállate, iba a cascarla, esas cosas era una cochinada decirlas. Pero las otras la detuvieron: en "El Vesubio" se hablaba de cosas que no se podían decir en ninguna otra parte. Entonces, la Italiana, en medio de su tienda, con las cortinas volando de un viento escandaloso, lleno de humedad prometedora, con las mujeres moviéndose, eligiendo hilos, dedales, tapacosturas, dijo algo extraño, que hizo enredarse de pronto a todos los hilos de bordar:

—Mándemelo para acá. Almendrita, a su joven —dijo—. Dígale que venga a verme. Yo se lo voy a entregar suave como la piel de ante, listo para hacerla feliz.

—¿Qué? —dijo Almendrita—. ¿Quiere que...?

—Como los cueros nuevos, para curtirlo —explicó la Italiana poniéndose todas sus pulseras en la mano derecha. Y nos miró a todas. Fue tan clara su mirada, tan sin temblor la hortensia de su pecho, que todas le creímos de sopetón.

Las entrevistas de la Italiana con el novio de Almendrita se llevaron a cabo esa misma semana, porque si de algo estaba convencida la señora Piedad era de la buena intención y de la fuerza granate y terrícola de esa mujer.

Por esos días se vio, sigiloso, al novio de Almendrita, con los ojos encandilados como los buhos, cruzar los potreros para ir a encontrarse donde fuera con la Italiana, que lo esperaba sentada como una pantera serena en los bancos de la estación o se dirigía hacia él en medio de su enloquecedor caminar desde una alameda poblada por el viento. Almendrita, entretanto, dormía tranquila, esperando.

Adonde fueron la Italiana y el novio de Almendrita, qué hicieron o cómo pasaron el tiempo, es cosa que no se sabe, pero lo que sí se supo fue que un mes después, el muchacho golpeó la puerta de la Almendrita con la mirada desconocida del amor para siempre y en un estado de gran solemnidad pidió su mano a su suegro, que lo miraba boquiabierto sin entender muy bien quién iba a poner el chancho para el futuro casamiento.

El muchacho cortejó pacientemente a Almendrita, esperando que terminara de amasar el pan y de lavar a sus once hermanos, esperándola en sus cambios de humor, cuando la Almendrita amanecía con mil guarenes en el cuerpo y los soltaba por la lengua, o cuando le dolían los huesos en el agua congelada de los inviernos.

Le construyó la casa más linda que hubo soñado mujer alguna, desde que se inventó la madera tinglada: con una pieza de estar sola, encortinada de verde, para escuchar a la perfección el canto de las cigarras de la siesta...El novio de Almendrita se convirtió en un modelo inaudito de amor incondicional y en un traidor al gremio de la fortaleza y golpear sobre el mantel exigiendo cosas. Los hombres hablaron hasta la saciedad y se llegó a la conclusión de que después de haber pasado por las manos de la Italiana, el Medina chico había quedado suave como cuero de ante, tal como ella había dicho.

—Huevón, digan, más mejor —dijeron los hombres, masticando su rencor. Ya no contarían más con él para los partidos con siete chuicas, en el bajo del estero, los sábados.

Lo que se vio también fue que Almendrita era tan feliz que se le olvidó cómo se llamaba, creció sus buenos centímetros y comenzó a estar segura definitivamente del color que le gustaba y de la música que prefería y a darse gustos personales, como el de comerse un melón chorreándose entera en plena plaza, acompañada de todos los pelusas que lavaban camiones en el estacionamiento del peaje.

—Definitivamente huevón —dijo el ferretero—.

Mire que venir a decir que la cabrita esa es la más linda del mundo entero... Y todos recordaron entonces los ojos de fuego de la Italiana, prendidos como luciérnagas de los arboles.

Una mañana, la hija adolescente de la Delmira, la viuda más acida del valle, apareció en la paquetería con un muchacho de la mano, avergonzado y los ojos suaves como duraznos.

—Para que me lo arregle a éste también, Italiana, si puede, por favor—dijo.

Primero fueron las risas de las mujeres, y la cachetada de la Delmira a su hija, esta chiquilla está más loca que una cabra, pero después la Italiana anunció que cerraría temprano y salió con el muchacho del brazo, al cine del pueblo de al lado. Desaparecieron durante siete días, al cabo de los cuales, en la micro intercomunal, se vio llegar al muchacho derecho a la casa de la muchacha y temblándole la voz como a un hombre la llevó a la duna, detrás de la fábrica de cemento donde se fabricaba la cal y los hijos naturales, pero él hizo sentarse a su novia y le recitó un horrible poema de amor lleno de vocales conmovedoras que hizo llorar a todo el pueblo, incluso hasta a la hermana del señor cura, que creía que todos los pobres eran borrachos de nacimiento.

A partir de esa vez, la Italiana tuvo la tienda llena de muchachas parpadeando, atropellándose por entrar, y de mujeres maduras, avergonzadas de querer hablar con ella también.

La Italiana resistió los embates de las lenguas retorcidas. No recibía pago alguno por este trabajo de curtiembre y de domesticación. Su gallinero aumentaba con visos de industria y ya tenía que ordeñar cuatro vacas fieles y líquidas en las madrugadas. Las miradas de las muchachas recién casadas se subían al campanario y sus redondos hombros llenos de felicidad repletaron el pueblo de un verano continuo que cubrió de hojas púrpura las avenidas. El tiempo se detuvo en las copas de los árboles y la muerte no se aparecía por el pueblo. Ni siquiera en el Hogar de Ancianos Misia Ubelinda González se había muerto nadie y estaba repleto a perpetuidad. Los bancos de la plaza estaban llenos de gente contenta y esto le dio a la hermana del señor cura el miedo más cerval de que después las desgracias se fueran a desatar todas juntas.

La Italiana había derramado su fuerza y su simpatía por todo el pueblo. Era venerada como un día feriado y había una cola de jóvenes que circulaban continuamente a su lado llevándole los paquetes de las compras o barriéndole la entrada, aunque ella insistía en levantarse a las cinco de la mañana para dar de comer a canarios y perros huérfanos y a don Mañungo, ex chofer que había sido despedido del servicio del fundo porque se negaba a pasar por los puentes y metía el auto por el lecho de los ríos a pesar de las furiosas protestas de sus ocupantes, que terminaban empapados en cada excursión a la capital. La Italiana estaba en todo.

Pero los hombres se juntaban apretando sus vasos con la mano y pensando que era necesario que alguien con la cabeza bien puesta solucionara el problema de la mina ésta que hacía girar como trompo a los muchachos y los dejaba convertidos en huevones a la vela, mirando a sus esposas como tontos.

—¿No les dará algo en el licor? En ese caso se podría denunciarla —dijo el farmacéutico, que todo lo arreglaba con pastillas más, pastillas menos. Pero no. La Italiana no se iba por el lado del licor.

—Hay que elevar el informe correspondiente a la municipalidad. Al fin y al cabo, éste ya se transformó en un asunto comunal —dijo el coronel de Carabineros, con el bigote latiéndole. Que lo dejaran, vociferó, encontrarse con esa famosa Italiana en un recinto cerrado, a ver si no la dejaba meando dos tonos más bajo y le quitaba para siempre esa manía de mirar de frente y de ponerse chucara.

Pero en silencio, todos entibiaban sus vasos pensando en que les habría gustado irse con ella en esas
expediciones que hacía a veces con los muchachos, y el vino se les volvía un cognac de nostalgia.

*

Un día en la mañana, como si lo hubieran llamado, llegó el camión verde.

Atronaba un parlante.

Que no se movieran de sus casas.

El destacamento que bajó estaba formado por hombres que el pueblo no había visto jamás. Se lanzaron por los tejados de las casas disparando hacia los vidrios y postes y ruedas de los autos y los camiones. Y gritando como descosidos. Irían todos a no sé dónde, gritaban. Venían con la cara pintada de negro. Pisaron todos los tallos tiernos de esa primavera, petrificaron el polvo de las veredas y los perros vagos.

La Italiana también se acercó a mirarlos.

Pero ellos no venían a perder el tiempo. Entraban en las casas de a golpes, haciendo estallar ventanas, estatuitas, diarios de vida.

El horror se abrió como una sandía. Uno de ellos entró en la paquetería "El Vesubio" y salió con la Italiana empuñada como un choclo, por el pelo. Ella miraba con fiereza llena de silencio. Las moscas se detuvieron, espantadas.

La empujaron camión adentro y entraron todos. Los ruidos de ese camión invadieron como una marea insoportable los oídos de adentro. Todos se agarraron la cabeza a dos manos para no oír, para no saber, para no seguir sabiendo y quedar, por lo menos, en la duda de las cosas que no se quiere creer.

Pero de pronto, ante los ojos de los que no creíamos que era para tanto, se abrió la puerta del camión y de entre un ruido de roturas salió lo que quedaba de la Italiana.

Fue caminando por el pueblo desgarrándose cada vez más, deshaciéndose, quedando jirones de ella entre las barandas de la tarde y las manillas de cada uno de nosotros.

Y entró, apenas, en lo que había sido la paquetería ''El Vesubio". Cuando el carnicero y el farmacéutico y el coronel y el dueño de la quesería y el telegrafista y todos los otros llegaron, sólo quedaba en el suelo una de esas manchas leves de sudor y tristeza penetrante que no se borraría jamás.

Fueron llegando de a poco todos los hombres que ella había enseñado a amar, los que había dejado suaves como cuero de ante. Las mujeres esa vez se tragaron el llanto como baúles y fueron los hombres los que lloraron.

Y nos sentamos a su vereda, como cuando uno no se quiere ir del teatro en que una película le ha gustado mucho, mucho. Tosimos a duras penas el recuerdo y empezamos, como antes, a subsistir no más.

cuentos modernos 12: Estás cayendo de Diego Muñoz Valenzuela

Recuerdas aquellos caracoles tornasolados que disponías en filas geométricas que el sol iba desperezando, desordenando, esos obstinados seres encerrados en sus caparazones espirales, aguardando el momento precisa para emerger desde la obscuridad, desplegar sus filamentos sensibles, antenas, ojos que tactan la tierra -caracol, caracol, saca tus cachitos al sol-. Más arriba los geranios, los floripondios gigantes ante tus iris infantiles, tus pupilas inundadas de verdes, de rojos, de amarillos; las manos ordenando los bicharracos que se animan con el calorcito y van en busca de los tallos, de las hojas tiernas. Entonces tu mente salta a otros recuerdos, subes por entre cerros cubiertos de pinos y eucaliptus, Los pies haciendo crujir las agujas del suelo y las hojas lanceoladas y fragantes, las ramas en lo alto rozándose, frotándose, llevando a tu oído sonidos inquietantes por donde se deslizan las imágenes de los ogros, las hechiceras, los gnomos de los cuentos, vas de la mano de alguien que puede ser tu hermana, pero el rostro de ella está cubierto por una especie de neblina que te impide reconocerla; de pronto el bosque se rompe y aparece una duna interminable, atrás el mar se materializa, llenando tus ojos hasta la saciedad con su extensión inmensa. Muy arriba un alcatraz flota estático en el viento con las alas desplegadas. Un lobo marino retoza cerca de las toninas que observas fascinado. Todo se esfuma y estas en la básica con tu overoll beige inclinado en el escritorio desde donde te vigila el orificio destinado a un tintero extinguido por donde arrojas la goma que recuperas por abajo, entre los cuadernos se deslizan tus dedos, una y otra vez repites la misma operación mientras la maestra habla de esto y lo otro. Estás cayendo, estás cayendo. Sujetas torpemente con unos chinches opacos el editorial del Diario Mural sobre la superficie de corcho mil veces pinchada por tus manos; tu caligrafía se deja a duras penas entender, hablas ahí de las pruebas nucleares de los franceses en el atolón de Mururoa, la nube radioactiva cerniéndose sobre el continente con su carga de peligros genéticos; más allá unos recortes de diario sobre lo mismo, una composición también tuya sobre el día de los trabajadores "la matanza de obreros en Chicago fue un crimen puesto que ellos solamente buscaban un poco de justicia elemental, un poco de pan para sus hijos", esa frase que te salió de no sé dónde junto a más de una lágrima, ese nudo en la garganta que te ha perseguido siempre que algo no te gusta y hiere tu alma allá por el fondo, ése que nunca alcanza a verse. El mismo nudo que se te hizo cuando dramatizabas ante el curso el final del cuento "Lucero", de Oscar Castro, ese instante en que el arriero -empujado por las circunstancias- debe lanzar su caballo, que es su amigo, su compañero; Rubén Olmos envía a la bestia de un solo empellón inmenso al abismo y se te quiebra la voz y los ojos se te nublan en tanto la sala de clases se ha convertido en un bloque de silencio donde casi nadie respira siquiera, mientras tu vuelves a tu puesto con los ojos medio cerrados para contener esa agua en el límite de los párpados, no ves los ojos enrojecidos de tus compañeros que te palmotean la espalda a la salida. Estás cayendo y oyes el burlitzer de la fuente de soda a la entrada del Liceo: Santana, Favio, Piero, The Beatles; estás tan apegado al cuerpo de una adolescente demasiado pintada, con un perfume que puedes sentir mejor si inclinas tu rostro sobre el hombro de ella, la aprietas con suavidad, ella te mira tierna a los ojos, sonriendo, la invitas al patio, algún compañero te hace una señal con la mano empuñada y el pulgar hacia arriba, sientes que te sonrojas, por suerte la penumbra te salva, pero el corazón salta enloquecido ante la inminencia del beso que viene, los labios que se desatan en mensajes húmedos en mordeduras sutiles que ella -sin duda más experta- va enseñándote a ti que nunca antes has besado a nadie y ya ni puedes escuchar los acordes de "Let It Be" porque la tibieza de una lengua te recorre labios, paladar, dientes, porque ella te abraza fuerte, fuerte y ya nada, nada importa lo que ocurre fuera de los dos. Caes y llevas puesto un pañuelo que cubre la mitad de tu rostro, sal bajo los ojos y alrededor de la boca, succionas un limón para amortiguar el efecto de los gases lacrimógenos; las bombas caen por todas partes del liceo tomado, arrojas piedras casi a ciegas desde el techo del tercer piso, al lado de tus compañeros estas combatiendo, con rabia tremenda, la rabia que te hace arder cuando recuerdas el callejón oscuro que te obligaron a cruzar en la micro de los carabineros, aún sientes los puñetazos y las patadas bestiales del Grupo Móvil sobre tus pocos años; entonces ya no sientes el ardor en los ojos ni el gas que te ahoga y arrojas con furia las piedras que vuelan hacia el blanco. ¡Ganaste, ganaste, compañero! gritas solo en tu pieza al escuchar los escrutinios finales, solo, porque estás agripado en cama y tus padres y hermanos estarán celebrando en otra parte sin ver las lágrimas que salen ahora de tus ojos sin vergüenza, ríes y lloras enloquecido de alegría. Caes, vas cayendo. Los tanques se desplazan por la ciudad con su lenguaje de fuego y muerte. Los aviones de guerra bombardean el palacio presidencial. Tú, junto a los demás, esperando en un sótano las armas y los soldados patriotas que nunca llegaron; tuviste que irte finalmente, comenzar el peregrinaje por cien calles esos días llenos de pólvora en que no podías regresar a tu casa, en que no supiste nada de tu familia, esos días que se llevaron tantos amigos, ese amigohermanocompañero que se fue entre tus brazos, ese poema que empezarías a escribir desde ese mismo momento, esos versos por los cuales más de alguien te dijo "deberías dedicar más tiempo a escribir", pero tu no, dale con que es más importante la libertad que un millón de poemas, por hermosos que estos fuesen. Vas cayendo y está Cristina frente a ti, Cristina con su mirada llena de dulzura. Cristina acurrucándote como a un niño cuando te viene la pena y te besa los ojos cerrados y te hace cariño en el cabello. Cristina que te muerde los labios, que te deja marcas en el cuello, en los hombros después de hacer el amor, que se desnuda con esa ternura enorme que se trasluce en todos sus movimientos tan únicos, tan suyos. Cristina y ese salvajismo de ambos que va creciendo hasta quedarse quietitos, extenuados, aún besándose, queriéndose más que antes. Caes, hermano, y puedes ver las copias a mimeógrafo que van saltando en cada vuelta del rodillo, tus manos escribiendo las paredes de la ciudad, tu voz (que no parece la tuya) en el centro de un mitín callejero. Caes, hermano, y aún no hace un minuto que alguien gritaba: "Cuidado, cuidado, que andan agentes de civil!" No hace un minuto que estabas en la barricada junto a otros cantando, con el rostro iluminado por las llamas ondulantes, feliz de estar ahí, peleando con tu gente. No hace nada casi que se sintieron los estampidos y comenzaste esta caída lenta lenta lenta lenta donde recuerdas tantas cosas y no sabes por qué, sólo sabes que estás cayendo, no tienes por qué saber la razón de estos recuerdos, compañero, estás cayendo, compañero, sólo eso, cayendo.

cuentos modernos 11: Cuerpos de papel de Lina Meruane

Sólo he leído
el obituario de mi muerte.
RITA COSTAGLIOLA

.....
Lo escucho caer pesadamente sobre la escalinata que da a la puerta; resbala desmembrándose sobre el cemento. Cada madrugada me despierta, y tras ese violento sonido que anuncia la llegada de las noticias no puedo volver a dormirme. Me atormenta pensar que algún intruso abrirá la reja silenciosamente y hurtará el periódico matinal; que algún vendedor de la feria podría interesarse en llevar los cuerpos de papel para envolver pescado, mariscos, para secar la sangre derramada de la carnicería ocasional de los jueves. Para envolver perfumadas manzanas amarillas, y puerros, cebollas, papas. Y huevos. Pienso en todo eso, pero pronto dejo escurrir toda inquietud. Estiro mis piernas bajo la sábana; las puntas de mis pies están frías. Mis manos se han combado en la temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi negra cabellera. Algunas canas se enredan en la trama de la peineta, pelos gruesos, ásperos, que crecen esquivando mis meticulosos dedos de pinza. Pero atrapo una, desteñida, y la arranco desde la raíz. La anudo junto a otras canas y extiendo el mechón sobre mi catre esperando la claridad de la mañana.



Hace horas que el sol ilumina la persiana cerrada de mi cuarto. La peineta se desliza ahora sin dificultad y mis dedos no hallan hebras indeseables; terminada la labor me precipito escaleras abajo. Abro la puerta, mi vista recorre el suelo. El periódico está ahí, con sus nefastos titulares, con sus obituarios de tinta impresos dentro de las sábanas de papel. Lo levanto, aliviada; lo enrollo bajo el brazo y siento el aire apenas tibio entre mis piernas; me lo llevo a la cocina, lo desdoblo y apilo sobre los demás. Hoy es jueves. Dentro del canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas con sus suplementos ocasionales. Doy cuerda al reloj de mi abuelo, es temprano; faltan tantas horas para la medianoche, pienso, y me meto en la cama a esperar. Y mientras espero, busco canas entre mi cabello; y mientras tiro de ellas, el tiempo se entorpece en los dientes de la peineta.



Ahora, en silencio, puedo escuchar las ruedas del viejo carretón arrastrándose por encima del pavimento. Detienen el avance y mi pulso se acelera. Bajo la escala, de dos en dos. Me quedo tras la puerta, anticipándome al sonido de la reja que se abre. Antes de que él se empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos de sueño ligero, descorro el picaporte.
..... -Buenas noches.
..... Mi trato es formal. El suyo también lo es: no contesta. Repite la venia de cada jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del ombligo. Y espera a que le indique el camino que conoce.
..... -Después de usted -le digo, solemne otra vez.
..... Sube hasta la cocina, espera que entre yo y cierra la puerta. Como de costumbre, alcanzo el interruptor con la mano, enciendo la ampolleta y veo cómo se le iluminan sus pequeños ojos turbios de ratón. Se agacha a contar los diarios. Me arrimo a su lado y siento su olor agrio, a vino y a sudor. Agacha la cabeza, apoya su nariz de delgadas venas rojas sobre la pila de papeles. Respira hondo, intentando retener su aroma. Yo acaricio el borde de su cuello transpirado; me río, tontamente, y retiro mis dedos. Él no parece darle importancia, su nariz permanece inmutable sobre el cúmulo de papel. Le tomo la mano Es áspera y pequeña. Acerco su palma a mi mejilla, pero él tiene la vista fija en un título, en alguna foto. Fuerzo sus dedos en el escote de mi camisón y su caricia me raspa. Me raspa y yo me muerdo la lengua y cierro los ojos, y los abro para verlo inclinar la cabeza sin dejar de mirarme con su pupila desviada; se tuerce entero y sonríe tímidamente. Su boca tiene varios dientes de menos, sus labios son delgados y secos como pellejo de animal muerto. Comienza a reír estrepitosamente cuando sirvo dos vasos plásticos de tinto. Me sigue hasta mi pieza.



Renato tiene las mejillas estragadas y ligeramente violeta en el borde de las patillas. Lo miro en el espejo, su frente está cruzada de arrugas profundas. Renato está de pie detrás de mí. Sus manos, engrifadas por los años al mando del carretón, son torpes con la peineta. Toca mi pelo, luego toca el suyo -cano, grueso, raleando sobre su cráneo- y vuelve al mío. Al concluir, veo que se inclina a recoger las hebras que se han desprendido de mi maciza cabellera. Quita las que han quedado adheridas entre los dientes del peine. Entonces me levanto, abro las sábanas y busco, como una ciega, el mechón de canas que le he guardado. Él suma todas las hebras y las mete en el bolsillo de su chaquetón. Toma el nudo de la pita con la que ha amarrado los diarios y los levanta. Lo escucho bajar las escaleras, cerrar la puerta de golpe.



Despierto. La orquesta invernal toca sobre el techo. Me levanto, me enredo en las sábanas y tropiezo. Las rodillas se me enfrían sobre el suelo, las palmas me duelen. Me arrastro como una borracha hasta la cama. Me cubro. Tiemblo. Tomo la peineta y mientras desenredo mi pelo, escucho el diario caer sobre el cemento, envuelto en plástico. Imagino cómo salpica agua en el impacto, cómo resbala suavemente en la lluvia hasta golpear la puerta. No espero el amanecer para ir a buscarlo, si se empapa tardaría demasiado en secarse. Cuido de no resbalar en el piso húmedo. La tranca, el pisaporte. El aguacero por todas artes. La bolsa con el papel dentro ha caído en un charco y escurre cuando la levanto. Abro el nudo para sacar los cuerpos, todavía tibios, oliendo a tinta. Pienso en la boca abierta, desdentada de Renato. Es lunes, la fecha exacta se lee encima del titular, centrada sobre la foto con una pareja de siameses recién separados. Es lunes hoy; ésa es toda la información que me interesa.



Días, noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de la mesa de noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y negro. La claridad del día demora en llegar, y a tientas voy buscando el extremo de cada hebra que anudo junto a las demás y que guardo entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de colonia. Es medianoche ya. Los minutos se pisan los talones, me tiendo sobre la cama con la mano entre las piernas e imagino qué puede haberle sucedido. Cierro los ojos y lo veo en la barra con una caña. Lo veo tendido en la esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo veo resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas sueltas de tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de esta casa. Me asomo por la ventana y la brisa ya no levanta mis pesados, mis oscuros pezones. La noche no tiene luna, no brillan las estrellas. No hay siluetas dibujadas sobre el pavimento. Irrumpo en la cocina: entre el refrigerador y el cajón de la basura reposan los periódicos que Renato debe venir a buscar. Doy cuerda a la hora y aprovecho de mirar las siniestras manecillas detenidas en mi muñeca. Tomo el diario para cerciorarme de la fecha. Tomo un cabello, lo tiro y me pregunto si faltará Renato precisamente hoy, que es jueves.



Una hora transcurre. He enrollado varias canas en la punta de mis dedos, ahorcándolos, pero él no ha aparecido. Entonces aguzo mi oído y escucho las ruedas avanzando sobre la calle. Descorcho la botella, tomo un sorbo que calienta mi estómago, apuro el trago y me levanto. Abro la puerta, una sonrisa se tambalea en mi rostro. Le muestro el vaso pero Renato no alza su cabeza. Se va acercando, lentamente. Se detiene, suspira como burro carguero. Me parece aún más pequeño que de costumbre esta noche, aplastado por las sombras de los árboles. Me siento en el escalón frío, muerdo entre los labios un mechón de pelo. Cuando Renato al fin se acerca y cruza la reja, separo mis piernas dobladas, cubiertas de vello, y me levanto el camisón. No me mira. La mano le tiembla. No decimos nada, no nos tocamos siquiera. Sube, deteniéndose a cada paso. Yo le ofrezco uno de tinto. Me muestra la oquedad de su boca pestilente, cierra los ojos y comienza a amarrar los papeles con una cuerda. Tomo la botella del gollete y entro a mi cuarto. Renato me sigue. Esta vez no me siento en la silla ni espero que me escobille el pelo, que huela el perfume de mi escote. Tomo los mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón. Suavemente deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y siento su cuerpo escuálido debajo de la camisa. Renato mira el suelo, y la botella que he dejado sobre la alfombra. Cierro los ojos y abro los botones de mi blusa mientras su dedo tembloroso persigue el comienzo de una cana perdida en las sábanas revueltas.



Después de recoger el diario, esta madrugada, vuelvo a la cama con un vaso de vino. Es la última botella. Renato se ha llevado las demás junto con los diarios, los cartones y mi camisa de dormir; también un par de aretes plásticos. Y macizos mechones de mi cabello encanecido. Sigo escobillándome durante horas, interrumpiendo esta delicada labor sólo para tomar otro sorbo, o para untar en el vino un trozo de pan viejo. Hace tanto que no entra aire de la calle por la ventana. Los días pasan imperceptiblemente, marcados por el diario que el repartidor arroja, por inexplicables motivos, en mi patio delantero. ¿Lunes? ¿Domingo? ¿Sábado? La cama aún huele a él, a su vómito. ¿Martes, miercoles? Han llegado algunas cartas, cuentas que no pagaré. El agua apenas escurre por la boca abierta del grifo. Me he acostumbrado a la luz que se cuela entre los listones de las persianas bajas.



Renato tarda, hace semanas que se atrasa. Imagino que hoy llegará de mañana, cuando mi reloj se haya detenido. Tembloroso, pálido. Hediondo a alcohol. Lo acostaré en mi cama y le serviré algo para tomar. Amarraré los diarios para él y, antes de que balbucee sobre la imperiosa necesidad de llevárselos en su viejo carretón para cambiarlos por dinero, desnudaré su cuerpo enjuto, bordado de costillas y de pelos, e insistiré con mis labios alrededor de su pene blando mientras me masturbo. Cierro los ojos y escucho el timbre antes que las ruedas del carretón. Me sorprende, es exactamente medianoche. Renato vuelve a a ser puntual. Tomo la peineta y veo que mis manos tienen una suave tonalidad amarillenta. Odeno las escasas hebras de cabello negro sobre mi cráneo. El resto son canas. Me raspo el cuero cabelludo en el apuro; sangra la piel. Bajo lentamente, descalza, con el vaso ya vacío en la mano. Retiro la lengua del picaporte. Tiemblo. Sólo veo su cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva sombrero, no trae encima su chaquetón.
..... -Renato -le digo-, lo esperaba. Pase.
..... Abrazo su cuerpo, pero algo en él ha cambiado. Su altura, lo robusto que está, su postura vigorosa. A su lado me siento repentinamente, demasiado frágil, pronta a desmoronarme como una estatua de arena humedecida, alcoholizada. Acaricio su cabeza y mi palma resbala sobre su pelo, sobre su curiosamente larga pelambrera.
.....-¿Renato, es...? -susurro emborrachada de extrañeza. Intento reconocer sus labios en la romántica oscuridad. Su boca se resiste, como siempre, hasta que cede-. Renato...
..... Y contesta, algo dice. Hace tanto que no lo escuchaba hablar, me digo sin emitir una palabra. No recuerdo la última vez, si acaso la hubo. ¿Hubo acaso alguna conversación?, me pregunto súbitamente exhausta. Pero no lo sé, no lo recuerdo. Y me peino con los dedos, y me mojo los labios mientras veo su boca gesticulando, y veo dientes, y su cabeza subre y baja agitando una frondosa cabellera entrecana, arrojándome el mensaje, que hace siete días, que lo encontraron muerto, que ella es, que ella... La voz de la mujer irrumpe hecha pánico en la torpeza de mis oídos.
... ..- He venido por los diarios de la semana -me parece que dice-, por los cuerpos de papel. ¿Los tiene, se los guardó para mí? -Sus palabras se astillan contra el pavimento. Alza entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira suavemente, como Renato.
..... -Y tendrá un vaso también -dice, dejándose llevar por mi mano-, un tintito que me convide.

cuentos modernos 10: El mueble de Thomas Harris

"Para este animal quizá el cuchillo
del carnicero sería lo mejor, sin
embargo tengo que negarlo, por ser
algo heredado".
Franz Kafka.

¿Estuvo siempre el Mueble blanco, o más bien grisáceo por el polvo, ahí, en un vértice del escritorio que compartíamos con mi sobrino Alfredo?

¿O esa tarde, cuando yo revisaba mis manuscritos de un cuento llamado "El Mueble", Annette, nuestra mucama, golpeó la puerta, interrumpiéndonos, para anunciarnos que nos traían como herencia aquel Mueble?

Mi nombre es Patrick Johnson, y él, mi sobrino, es —o era— Alfredo, Alfredo Johnson. La única certeza, en esa tarde soleada de primavera, cuando yo trabajaba en mi cuento "El Mueble", que nada tenía, aparentemente, que ver con ese lúgubre y gris rectángulo que entre los dos tuvimos que subir hasta el cuarto piso de nuestro departamento y adosar improvisadamente en un ángulo de nuestro escritorio, mientras, sin decírnoslo, nos preguntábamos qué haríamos con ese espantoso mueble, entre blanco y gris, que perturbó, aquella tarde primaveral, nuestras respectivas actividades.

Mi relato "El Mueble" trataba de un escritorio con múltiples cajoncillos, en los que al anochecer los manuscritos de los cuentos del narrador de ese cuento, "El Mueble", se metamorfoseaban y, al día siguiente, eran otros cuentos, que cambiaban sus fábulas de animales humanizados en muebles animalizados y dejaban malignas moralejas.

Estas moralejas, que no debía reproducir por lo horrible preternatural y diabólico de sus mensajes, se alejaban cada vez más de lo humano, y de lo animal humanizado y...

Como la imaginación me superaba, pensé en resolver el enigma del escritorio con la fácil fórmula de las cajas chinas: en cada cajón había un cajón con un mensaje, que remitía a otro cajón, que encerraba otro mensaje y otro cajón, y así...

Fue cuando llegó el mueble de la tía Teodora, que en vida llamaban Tracy, cuyo origen yo y Alfredo, que en vida llamábamos Alfred, discutimos. ¿Cuál era su origen? ¿Por qué a nosotros? Sólo teníamos la certeza de que era una herencia y, por lo tanto, lo debíamos aceptar.

El Mueble era rectangular, blanco, grisáceo, sin estructura pragmática discernible. Como no sabíamos qué hacer con él, lo adosamos a un rincón del escritorio compartido y durante unos minutos lo contemplamos: cubría mis diplomas de Doctor en Lenguas muertas y una reproducción de "Asesinato" y "Asesinato por placer", de Otto Dix.

Sin decir palabras, decidimos que el mueble era horripilante o, peor, de mal gusto, kitsch, camp, posmoderno o demoníaco; pero no podíamos deshacernos de él: botarlo por la ventana del cuarto piso era peligroso, podía caerle en la cabeza a doña Lola, una chica almodóvar entrada en los sesenta, o al Oscar, un cabro de mierda que nada tenía que ver con el enano de Schlöendorff; además, era una herencia. Tácitamente, decidimos hacer del mueble algo hermoso, un objeto que no nos perturbara, un objeto llegado del cielo, un objeto de alegría, arte y pasividad.

Nos pusimos de acuerdo. Alfred decidió hacer del rectángulo blanco algo más que eso, el Mueble heredado perennemente por la tía Tracy. Nos sentamos en nuestros sillones de felpa alba, con sendos coñac y fumando nuestros habituales habanos, para discernir. Alfred dijo: "Tío, tengo una idea que llevaré a cabo esta noche. Transformaré este Mueble en una Catedral; le pintaré filigranas doradas en sus vértices, tallaré gárgolas y especies innombrables en sus costados, monjes maléficos y monstruos como los que describe el turco loco del Necronomicon: tentáculos ahorcando monjas... Nos reiremos, lo transformaremos en un templo pagano llamado Thaammod, la ciudad sin nombre."

Yo no le quise confesar que tales tallados con colores inauditos que él me describió, no daban ni para la más gótica catedral, pero cuando me fui a dormir, vi a Alfred, furioso, con sus gubias y óleos, como atacando el mueble, que se aquejaba de formas y colores, entre la perturbadora música de Iron Mayden. Al día siguiente, mientras un lívido rayo de sol entró por mi ventana, Alfred abrió la puerta de un golpe y preso de una gran agitación gritó: Tío, ven a verlo, creo que lo logré.

A pesar de mi abrupto despertar, del coñac, de las pesadillas con el mueble, me levanté y lo seguí al escritorio. Abrí la puerta. Ahí estaba el mueble. Annette pasaba su índice sobre la superficie rectangular, entre blanca y gris, gruñendo: A este mueble le hace falta que se lo sacuda alguna vez.

Jadeando, muy alterado, Albert me juró que lo había atacado con sus gubias, con su betún de judea, hasta con un cincel. No pude convencerlo de que sólo lo había soñado. Con un gesto de agotamiento me dijo: Sí, tío, tal vez me dormí y sólo lo soñé. Los pitos y el coñac, qué sé yo; pero lo prometimos, esta noche lo intentarás tú.

Yo ya no tenía deseos de transformar ese armatoste en nada, sino sólo terminar mi relato "El Mueble"; pero tal vez por el cariño que sentía por Alfred, por su hipersensibilidad y la simetría de mi cuento "El Mueble" y el odio a ese rectángulo impuesto que nos invadía el escritorio, esa noche lo pinté completamente de rojo. Al día siguiente, Albert me despertó, se veía muy pálido, entrecortadamente me dijo que él antes de acostarse veía como yo pintaba el mueble de rojo, a brocha gorda, como con odio. En seguida me tomó del brazo y casi me arrastró hasta el escritorio. Allí, Annette pasaba su plumero por sobre la superficie entre blanca y gris del rectangular armatoste, quejándose. ¡Cuándo se decidirán qué hacer con esta porquería!...

La noche siguiente, según el acuerdo, le tocaba a Alfred. Pálido, temblando, dijo: Lo convertiré en un confesionario con cortinas grises y celosías de lata y esperaré oculto a que vengan los malditos, aunque sean los Angeles Descarnados de la Noche o los Vampiros-Perros, los Vampiros de Pies rojos o algún puto Dhol. No importa, daré con ellos y los destruiré como corresponde.

Lo vi con sus gubias y polvo de judea y un latón herrumbroso acomodarse junto al mueble. Esa noche dormí entrecortadamente agobiado por múltiples pesadillas y la música de Iron Mayden. En el sueño, Alfred me preguntaba cuadruplicada su imagen como olográfica, rodeando mi cama: Tío, ¿el hombre es capaz de escapar a su humanidad? Después, dentro de la misma pesadilla el rostro de Alfred emblanquecía como la nieve hasta hacerse transparente, tanto que yo podía distinguir sus músculos, venas y, al fondo, su cráneo desnudo. Me decía: "Tío, este mueble es sólo una maldita historia, pero debemos darle un final, porque el desgraciado está vivo, y quiere separarnos, eso, fue enviado para separarnos... Debes terminar tu cuento..."

—Pero mi cuento nada tiene que ver —le acoté en sueños...
—No —continuó, tapándose el rostro con sus manos de cadáver. Sentí horror. "No, prosiguió; o se queda ahí, sucio, entre su blanco que no es blanco, o se multiplica por toda nuestra casa, sin que haya otro mueble distinto a él, tío, debes terminar tu relato o si no..."

Al otro día desperté teniendo frente a mi rostro lo que, por así decirlo, quedaba del rostro de vida de mi sobrino.

—¡Ven! —aulló—. ¡Ven! —mientras me arrastraba hacia el ángulo donde ¿yacía? el mueble: —¡Mira!
Annette, un tanto molesta, mostrando su índice empolvado preguntaba: "¿Por qué no pintan este mueble con su color natural?"

Esa noche, como era mi noche, tomé un tarro de pintura blanca y durante toda la noche pinté el mueble de blanco, blanco sobre blanco y blanco. Desperté cerca de las ocho. El día estaba mustio, entre gris y blanco. Annette entró a mi pieza y puso una de sus gruesas manos sobre mi hombro. Dijo: Alfred murió.

Sólo recuerdo que Alfred yacía exangüe bajo el mueble. Annette sollozaba: ¿Por qué no limpiamos este mueble de una vez por todas?

Finalizado el funeral de Alfred, Annette limpió el mueble, hasta dejarlo muy blanco, como la leche o la nieve, no lo sé. Yo, por fin, pude continuar mi relato "El Mueble", donde un cajón llevaba a otro cajón y a otro cajón, hasta que al final...

cuentos modernos 9: Matar al marido es la consigna

El hombre ordenó su vaso de vino. Frente a él, la mujer terminaba de saborear las gotas de un martini deslizando su lengua por los labios ásperos del invierno.
.......... -¿De verdad no le molesta que me siente aquí?- preguntó
.......... Ella se encogió de hombros con soltura. Parecía acostumbrada a hacerlo; en aquel ademán, su cuerpo se movía con comodidad. Y el gesto de su cara era perfecto para aquella actitud. El mozo regresó y puso el vaso ante el hombre. El hombre lo bebió de un trago y pidió la botella. La mujer lo observó con indiferencia y dio otro sorbo a su copa. En la lentitud con que el alcohol iba pasando por su boca parecía estar el placer de aquella noche que se arrastraba fría y lenta hacia ellos, y que tenía por lo mismo cierto color de pasado. A través de la puerta se colaba el aire helado como un manguerazo que obligaba a los cuerpos a retreparse.
.......... -¿No es un poco tarde para una mujer? -sonó la voz del hombre.
.......... -No. Vivo al frente.
.......... -¿Y vive sola?
.......... -No. Quiero decir sí. ESTO ES UNA COPIA
.......... El desconocido calentó el vaso haciéndolo girar entre sus manos. Lo llenó una vez más tomando la botella del gollete y se echó al seco el contenido sin acusar una amenaza de ebriedad.
.......... -¿Cómo dice?
.......... -Quiere decir que hasta hoy vivía con mi marido.
.......... -Se ha ido él -afirmó el hombre. ESTO ES UNA COPIA
.......... -No. Acabo de darle muerte. Hace sólo un par de horas.
.......... Ella se sonrojó y el hombre sonrió con indulgencia.
.......... -Comprendo -dijo-. ¿Y es e primer marido al que asesina?
.......... -Y el último.
.......... -¿Está arrepentida? ESTO ES UNA COPIA
.......... La visión de dos hombre, uno de los cuales reproducía el fuego de su encendedor en el cigarrillo del otro, le hizo sentir ganas de fumar. Buscó en el interior de su bolso sin éxito. De pronto, la mano del hombre apareció ante sus ojos ofreciéndole de su cajetilla.
.......... -No me ha contestado. ¿Está arrepentida?
.......... -Arrepentida no... Pero ha sido triste.
.......... -¿Lo quería usted?
.......... Si lo quería. Aquella era una pregunta muy sencilla de hacer pero que requería de una respuesta extensa luego de la cual no quedara duda alguna. Un paño limpio y extendido, albo. Así era su amor. Pero en la búsqueda de una respuesta, como cada vez que ella había arreglado las maletas con que echaría al hombre a la calle, había demasiados detalles que desordenaban las ideas igual que cosas mal dispuestas sobre una mesa. Navidades, vacaciones, amaneceres..., pero siempre el tiempo transcurriendo intraduciblemente para cualquiera que no fuera ella y el hombre muerto, su marido, el difunto. A veces era mejor nombrarlo a través de un concepto, porque su nombre se le subía a las mejillas como el alcohol. Y así la dejaba.
.......... -Hace mucho dejé de quererlo -mintió-. Verá usted, él estaba todo el tiempo en otra parte. No me refiero a la distancia física, eso cualquiera lo soporta. Hablo de otra cosa. No sé si usted pueda entenderme.
.......... El hombre parecía saber mucho de mujeres.
.......... -Por qué no -dijo-, siempre es igual.
.......... -Entonces qué podía hacer...
.......... -Buscarse un amante. Es una buena solución. Alguien debería patentarlo: tenga un amante y deshaga el tejido de su infelicidad matrimonial. ¿Qué le parece?
.......... -No lo creo. Eso siempre enreda las cosas.
.......... -Entonces usted lo amaba -aseguró el hombre.
.......... Ella dio un par de pitadas a su cigarrillo y dejó ir la mirada en la espiral de humo que se deshizo un poco más arriba de su cabeza. Parecía pensar, pero en realidad no pensaba, en realidad sólo sentía la tranquilidad de haber llegado hasta ese lugar, un sitio que antes era sólo un gran misterio a través de la puerta que se veía tragar a la gente desde su ventana. Así lo había planeado; el día que finalmente asesinara a su marido cogería un bonito traje del closet y bajaría al bar a servirse un trago. Hasta podía enredarse con un tipo. Por qué no. Ahora todo eso era una realidad: el crimen, la libertad, el interior del bar y el hombre frente a su copa.
.......... -Lo triste es cómo murió -se escuchó decir. Me estaba mirando... Creo que no se dio cuenta que era yo quien le daba aquella muerte. No me creía capaz de algo así.
.......... -Comprendo. -El desconocido llenó una vez más el vaso. Sus ojos eran duros. Ella lo imaginó sonriendo y en aquella imagen vio la misma crueldad que le enseñaban ahora. Parecían los ojos de un hombre destinado a sentarse frente a las mujeres a decirles las cosas que ahora le decía. Una especie de burlador.
.......... -Hace un tiempo yo también asesiné a mi mujer. Fue una experiencia horrible.
.......... -¿Y qué usó?
.......... Los labios de él no se movieron para responder. La miró fijo con aquellos ojos que cortaban el aire, dejándola como tras una cárcel y le enseño las manos haciendo con ellas el gesto de apretar.
.......... La mujer se estremeció.
.......... -Yo lo envenené... Pero en fin, es un tema que no me gusta. ¿A usted sí?
.......... -No. A mí tampoco. Nunca es agradable matar a la gente que uno ama.
.......... -¿Amaba a su mujer?
.......... -Sí.
.......... -¿Y por qué la mató?
.......... -Qué se yo. Lo hacen todos, ¿no?
.......... -No de esa manera.
.......... -Es igual.
.......... -¿La encontraba hermosa?
.......... -Muy hermosa.
.......... -¿Y se lo decía?
.......... -No. Nunca se lo dije. O tal vez sí, hace mucho tiempo. ¿Se lo decía él a usted?
.......... -No.
.......... -Y usted, sin embargo, es muy hermosa.
.......... -Gracias.
.......... Sonrieron. El mozo apareció con la cuenta. La dejaron estar sobre la mesa, lejos de ellos y se examinaron valientemente con la mirada, midiéndose el valor o la cobardía, pero midiéndose como dos animales. Una pareja ocupó la mesa junto a la de ellos. El muchacho ordenó algo para beber y mientras aguardaban se cogieron las manos y estuvieron así unos instantes, midiéndose también, pero con otra vara, con una que no quería ir demasiado lejos. El hombre les dio una mirada de desprecio.
.......... -Un día dejarán de mirarse así y uno de ellos asesinará al otro.
.......... No lo creo-, La mano de la mujer levantó su copa vacía para observarla al trasluz. -La mayoría de la gente no lo hace. Sólo usted y yo. ¿Quiere venir a mi casa?
.......... -Está bien. Vamos.
.......... El pagó la cuenta de los dos. Atravesaron la calle y entraron en el edificio. El hall estaba iluminado y desierto. Usaron un ascensor que los llevó hasta el quinto piso. Junto a la puerta de entrada al departamento, la mujer buscó la llave en el bolsillo de su abrigo y la metió en la cerradura.
.......... -Un momento -advirtió, y el hombre la escuchó sin prisa-. Encendería la luz, pero el cadáver de mi marido está en la sala y no quiero que nadie lo vea.
.......... -Está bien. Déjelo así.
.......... Ella caminó de memoria hasta la cocina donde encendió una luz fluorescente que daba un aspecto celeste a aquel lugar. El se quedó apoyado en el marco de la puerta y sólo entonces ella reparó en que era un hombre muy alto, casi tanto como el otro. Abrió el refrigeardor y lo cerró. Luego buscó en el interior de una despensa y sacó un gran trozo de queso envuelto en un paño y una botella de vino hasta la mitad. Sacudió un par de vasos que había sobre el fregadero y los llenó.
.......... -¿Se sirve?
.......... El hombre accedió y se bebió su copa de un trago.
.......... Ella comenzó a cortar el queso hasta el momento que la mano de él detuvo la ruta que seguía la suya presionando el mango del cuchillo.
.......... -¿Tiene miedo? -preguntó.
.......... -No sé si miedo -dijo ella-. Pero me siento muy sola.
.......... -Es así. No tema. Ya pasará.
.......... -¿Usted cree?
.......... -Estoy seguro. Siempre es así.
.......... Le apartó la mano de la mesa y la abrazó por la cintura rodeándola desde atrás, de manera que el cabello de ella le quedara cerca de la nariz. Besó aquel cuello tibio y perfumado. Ella ayudó con las manos a lebvantarse el pelo para ofrecerle el tramo oculto de su piel que también era blanco y suave y que se endurecío al contacto de las dos mano fuertes que comenzaron a apretarlo lenta y persistentemente. ESTO ES UNA COPIA DE P: P:
.......... Cuando la soltó, la mujer se desplomó sobre el suelo de la cocina. Entonces el hombre caminó hacia la sala tambaleándose. Tuvo cuidado al poner sus pies de no tropezar con el cadáver. Y no tropezó. Cayó limpiamente en medio de la habitación oscura.

cuentos modernos 8: La elegida de Lilian Elphick

Un coup de vent sur tes
yeux et .....+...................
je ne te verrais plus......
A. Breton

I. En Santiago no llueve nunca, pero hoy sucede lo contrario: la mampara de pavos reales está empañada, la casa oscura, un poco fría. Salgo.
..... Camino por ciertas calles que no tienen salida directa sino que dan vueltas y vueltas, terminan en plazoletas y luego continúan. Me gusta perderme y caminar sin rumbo bajo esta lluvia. Elijo esta calle y no otra. A pesar de ser lunes no veo gente; no me inquieta, es más, me gusta que sea así.
..... Al llegar a una esquina hay una mujer joven. Está parada esperando cruzar. Avanzo hacia ella, no sé por qué no cruza. No hay semáforo ni automóviles. Sigo de largo; finjo comprar algo en un negocito de verduras. Desde allí vuelvo a observarla, sigue donde mismo, balanceándose arriba de la cuneta, las manos en los bolsillos. El olor del zapallo cortado es agradable; el hombre que atiende me habla. Yo asiento mientras observo las grandes pepas del zapallo calado, las hilachas. Al levantar la vista, los bigotes cerdosos del hombre me molestan, podría sentir sus púas clavándose en mi cara. Para acabar la conversación le compro un paquete de cigarrillos y me despido de él para volver a mirarla. Está donde siempre. Retrocedo, voy en su dirección. A unos tres metros me detengo y no sé qué hacer. Parece no verme. De lejos, su abrigo simulaba ser un simple impermeable; pero no, tiene botones dorados, metálicos, grabados con motivos marineros. Me acerco cautelosa, comprobando que el agua le corre por el pelo igual que a mí y que no espera nada de este día imaginario. Ella me mira y apenas sonríe.
..... No hablamos del tiempo ni de sus arbitrariedades mientras avanzamos en la misma dirección. Ha estado buscando trabajo desde hace horas y el desánimo le surge feroz de sus ojos grises.
..... Yo también le cuento una historia de abandonos y de calendarios inútiles. A ella no le importa que el agua se le meta por el cuello.
..... -El mundo se va a acabar- me dice serenamente- pero quedarán algunos, los elegidos, ¿me entiénde?
..... Yo no respondo, la invito a tomar un café, al lugar de Rosas.
..... Ella acepta y sonríe triste. Me gustan sus ojeras y la tomo del brazo como si la conociera desde siempre.
..... Hablamos durante horas y la lluvia no declina. Con el cuerpo tibio salimos a la calle, espero que se despida, retarda el momento, debe tener otras cosas que hacer, seguir buscando trabajo, o tomar el bus de vuelta. Me pregunta: ¿vamos al centro? Por primera vez, la hora no me preocupa. Le digo: sí.
..... Caminamos lentamente por calles que yo conozco demasiado, algunas veces ella se detiene a mirar las vitrinas. Sin embargo ella no mira, sus ojos se pierden en un camino recto, interminable, atraviesan los maniquíes, como si quisieran ir más allá de todo. El viento me refresca cuando veo cómo una anciana busca desesperada un taxi, con un pedazo de papel protegiendo su cabeza.
..... Después de una hora de peregrinación le propongo entrar a un hotel. No entiendo mi propia invitación, por qué no a mi casa, allí estaríamos a solas, sin interrupciones, además hace tiempo que ya no recibo visitas inesperadas. Pero, ¿por qué este querer estar solas?, sé que ella también lo siente, por eso nuevamente acepta, sin mirarme, aunque le adivine su sonrisa de pecados secretos.
..... Es bella cuando se saca el abrigo de paño negro y su cuerpo se refleja mohoso en el espejo. Mi cabeza se asoma detrás de ella. La abrazo.
..... Contemplamos esta escena por un tiempo suprimido. Ella no parece darse cuenta de su protagonismo y mira asombrada cómo yo le retiro el pelo húmedo de los hombros y lo ordeno hacia arriba, dejando libre su cuello, soplando despacio para darle más calor a sus orejas frías. Cierra los ojos y permite que le desabroche la blusa. Poco a poco va girando hasta encontrarnos en pechos que se rozan. Quiero que sus pezones aparezcan erectos y enormes. Los adorno de saliva. Sus pezones brillan rosados, ínfimos, como semillas de granada. Ella gime a medida que mi lengua baja hasta su ombligo. Se recuesta en la cama y abre sus piernas. Mi lengua desciende, ella se arquea, las caderas oscilan, me frena y susurra algo.
..... La beso. Me busca los labios. Ciega cachorra. Oigo que cantan afuera, los hacen callar, siguen haciéndolo hasta que los cantos se pierden, luego, a lo lejos, oigo el ulular de una sirena.
..... Ella se deja ir como en un baile antiguo. Me abraza y echa su cuerpo hacia atrás en un apuro que trato en vano de retener, hasta que grita estremecida por sueños desenfrenados.
..... La elegida grita muriendo sobre mi. La elegida dormita con su cara pegada a mi clavícula. La elegida no se da cuenta de que por la claraboya del techo se descuelga la lluvia y que ya da igual este silencio de noche clausurada. La abrazo tratando de buscar calor en toda su humedad y espero que ella se despierte.
..... II. Usted no quiso abrir sus ojos, y cuando lo hizo fue como despertar de un mal sueño, algo nuevo, incómodo quizás.
..... ¿Habrá oído mis canciones? Sus manos buscan a tientas el espacio que yo he invadido. Silenciosa se toca el cuerpo, intentando reconocerse, se toca las piernas, el vellón triangular de su pubis. Pero sus manos siguen buscando lo que añora, en una nostalgia llena de casualidades.
..... Ella me pregunta dónde estoy.
..... Usted se refiere a un episodio de su vida, intenta contarme lo que ya sé, un encuentro casual entre dos mujeres. Tartamudea, se arregla la ropa, se alisa el pelo, se palpa las mejillas, sus palabras tropiezan y caen.
..... ¿La volveré a ver? usted se esconde frente al espejo para no responder. Su reflejo no puede responder. Yo no la miro a usted, miro a una mujer de mejillas sonrojadas que se alisa el pelo y lo ordena y que palidece y se enfría y que palidece cada vez más, que mira fijamente el contorno de una mujer que palidece frente a un espejo.
..... Ella no responde, intenta huir, desasirse del calor fugaz que le recuerda arena en invierno.
..... Tengo miedo de que se vaya, que cruce mi soledad por la mitad y se marche, caminando sin prisa, sin mirar hacia atrás, despidiéndose apenas.
..... Usted no sabe que el azar irrumpe sin que lo hayan llamado. Usted no sabe cómo durmió sobre mí, que yo la acaricié, que silenciamos la lluvia, la misma que ahora nos insulta, que yo le di calor, usted no sabe porque durmió, cerró los ojos y estrechó mi cintura, se hundió en mí, y soñó con un hombre joven. Ella me mira y en mí no quedan más que prguntas. Abotona lentamente el abrigo de paño negro y es bella, más bella que antes, toma su bolso, su pañuelo floreado, se desorienta, busca en vano la puerta y, por última vez, mira a la mujer del espejo. Por última vez le sonríe, gira hacia mí y sonríe.
..... ¿Cómo se llama? le pregunto a usted, usted que sale y se macha hacia la calle, alejándose.
..... Usted no sabe que yo me quedo aquí y que vuelvo al espejo. Antes de legar a él, un escalofrío recorre la hendidura de mi espalda. Pero al fin llego y descubro. Me acerco hasta rozar mi cuerpo con el vidrio opaco.Usted no sabe que se ha llevado mi reflejo.
..... III. Su nombre es Miriam. Dijo: Mi nombre es Miriam. No conoc{ia tan bien su voz como ahora, voz que existe sólo en el recuerdo. Miriam. Nunca más volví a verla. Se fue, tomó su bus o un taxi o caminó, desapareciendo. Quise seguirla, acompañarla. Negó con la cabeza, puso su mano blanca en mi hombro para detenerme. La puso y la sacó con la misma lentitud con que se arregló el pelo, antes de partir, mucho antes, cuando me sonrió.
..... He vuelto a aquel lugar, he vuelto tantas veces a mirar el pequeño letrero que sólo dice Hotel Andes, la vieja puerta siempre cerrada, como si nadie entrara o saliera.
..... No ha llovido e Santiago. E sol se ha quedado quieto, casi a punto de estallar. Siento nostalgia por usted, Miriam, pero ya no la busco, sólo la sueño cuando me miro desnuda, sentada en una slla frente a mi espejo, sólo la extraño cuando mi mano descansa entremedio de los musos, tibia y húmeda, sólo la deseo y la nombro en la sencillez d ste rito que cumplo, Miriam, por toda esta nostalgia, acariciándome a la hora de las siesta interminable, por usted, Miriam, beso mi propia sombra y la muerdo y la beso nuevamente, lamiéndola, inventándole lujuria a sus pechos y a su sonrisa de museo, recorriéndola, mi elegida sin memoria, hasta que las palomas que anidan en el entretecho me despiertan, hasta que sus arrumacos me trizan.
..... Ratas con alas.
..... Entonces, ahí la olvido.
..... Miriam.

cuentos modernos 7: Manolo en la víspera de José Miguel Varas

Entre todas las voces y todas las caras que no volví a escuchar ni a ver después del once, sobresalen la voz y la cara de Manolo. He recordado muchas veces nuestro último encuentro.

Venía caminando el español por la calle Estado, cerca de la Galería España. Lo vi más flaco que nunca, ladeado por el peso de su maletín, vestido como siempre de luto riguroso, con su largo abrigo negro, su chambergo negro, camisa blanca, corbata negra. La barba negra en punta reducía a un triángulo su rostro de mejillas hundidas. Sobresalía su gran nariz quijotesca, brillaban sus ojos negros trágicos, bordeados de luto.

—¡Hombre! —exclamó al verme—, que estás muy gordo.
—Gracias —le respondí picado—, no estoy mucho más gordo que antes. Tal vez menos. ¿A qué viene eso?

A menudo me costaba darme cuenta de si Manolo hablaba en serio o en broma. Por otra parte, las cosas que decía en serio con frecuencia provocaban grandes carcajadas.

Nunca supe si era un español republicano de los del Winnipeg o si había llegado más tarde o si era descendiente de viejos emigrados. O de los conquistadores. En todo caso no cabía duda de su filiación "roja" ni de su irreconciliable oposición a Franco, a quien llamaba a veces "el niño de las monjas". Era el peor insulto.

Me lo presentó Armando Molina, en aquel tiempo estudiante de Derecho, como el suscrito. Caminamos por el Parque Forestal y luego por la calle Merced en dirección al centro. Nos detuvimos los tres, automáticamente, ante el escaparate de una librería. Un grueso volumen ocupaba el lugar de honor: "La vida erótica de los genios". Manolo dio un paso atrás, poseído de un acceso de indignación moral:
—¿Cuándo les van a dejar los cojones tranquilos a los genios!

Nunca conocí a nadie que viviera en un estado comparable de incandescencia emocional y verbal, que produjera tal constante chisporroteo de historias, dichos y ocurrencias. Y todo eso, con un acento español riguroso, un vocabulario riquísimo y un gran dominio del idioma.

Informó la prensa, en aquellos días de frecuentes algaradas, que la policía sería dotada de un nuevo tipo de gas destinado a disuadir a manifestantes callejeros. Su efecto en quienes lo inhalaran sería una diarrea instantánea, suficiente para desmoralizar hasta a los subversivos más vehementes. Manolo acuñó entonces una de sus más celebradas consignas: "El deber de todo revolucionario es usar calzón de goma".
La explicaba así:
—Antes de salir a la calle, cada manifestante se colocará con todo cuidado sus pañales, doblados en triángulo y asegurados en su lugar por medio de un imperdible. Ese adminículo que vosotros llamáis "alfiler de gancho". Encima de ellos el calzón de goma, muy bien ajustado, sobre todo en los bordes, y ¡ya! Podéis marchar a las barricadas y ¡arriba los pobres del mundo!

Sostenía el español que por la línea materna descendía de una princesa filipina. Siempre llevaba consigo una delgadísima daga, de aspecto peligroso, en una vaina curva de madera labrada con motivos orientales. A veces la sacaba del bolsillo y la mostraba, a medias desenvainada, explicando de qué modo, en caso de necesidad, sangraría con ella a un cogotero o a un enemigo de clase, clavándosela en la yugular.

Lo obsesionaba la guerra entre Estados Unidos y España (1898) que despojó a España de las Filipinas. Describía con todo detalle sus episodios, desde la explosión del "Maine" en la bahía de La Habana, hasta los combates navales en los que resultó destruida la flota española. Afirmaba que la mortandad española había sido enorme en el combate de Cavite, cerca de las costas filipinas, con un efecto inesperado en la fauna marina.

—Se pusieron diabéticos.
—¿Qué, quiénes?
—Los tiburones. De tanto comer españoles.

No explicaba por qué aquella dieta podía tener tales consecuencias, aunque aludía al intenso consumo de "azucarillos y aguardiente" en las sobremesas peninsulares. De paso emitía una de sus observaciones sobre asuntos político-económicos.

—¿Sabéis por qué Franco ha sido benevolente con la Revolución Cubana y ha mantenido buenas relaciones con Fidel y viceversa?
—Será porque Fidel es gallego.
—No. Pensad: ¿qué sería de la sobremesa española sin Cuba? ¿Y qué sería de la economía cubana sin la sobremesa española?
—No sigo del todo tu razonamiento.
—Es asunto de conveniencia mutua. Las exportaciones cubanas son una sobremesa española: tabacos, ron, café y azúcar.

Se resistió largo tiempo a aceptar una ocupación mercantil. Finalmente, agotadas sin éxito las posibilidades de empleos de aceptable dignidad y resuelto a mantener a su familia, que crecía velozmente, postuló a un cargo en un laboratorio germánico como distribuidor de muestras farmacéuticas. Le pareció que sería un trabajo decoroso, en contacto con gente de cierto nivel intelectual. Lo sedujo porque se desarrollaba en buena medida al aire libre, en la medida que lo sea el aire de la ciudad; en fin, sin el encierro de una oficina, con horarios más o menos libres y en lugares como hospitales, clínicas y consultorios, situados en diversos barrios.

La empresa lo sometió a una entrevista. Sus antecedentes eran buenos, tal vez excesivos para el empleo; sus respuestas precisas denotaban gran conocimiento de la farmacopea (que había adquirido memorizando en 48 horas varios catálogos farmacéuticos y un Vademécum). Su cultura y la corrección de sus modales eran manifiestas. Pero algo desasosegaba al entrevistador:

—Nos gustaría contar con sus servicios. Pero... nuestra firma tiene ciertas normas. Los distribuidores de muestras se ciñen a ciertas reglas que... Es decir, para que usted ingresara a nuestra organización sería conveniente, más bien sería necesario, que se cortara la barba. ¿Me entiende? Que se afeitara.

Manolo se puso de pie y respondió sin vacilar:
—Antes la muerte. Y se retiró sin volver la vista atrás, convencido de que había sido rechazado. No se sabe qué sucedió después tras los muros del laboratorio, pero al día siguiente recibió en su casa una carta en la que se le informaba que había sido aceptado. De la barba, ni una palabra.

Manolo comentaba la extrañeza de los médicos cuando lo vieron aparecer por primera vez con su maletín de muestras, barbado, trágico, como siempre vestido de negro, tan diferente de sus colegas, de caras relucientes y sonrisas dentífricas.

— Aquello los descolocaba. Entre ellos decían entre dientes: "Si le dejan usar barba, por algo será... no puede ser un empleado corriente, tal vez un jefe de la firma". Y claro, me recibían con especial consideración.

Pronto se extendió por consultas y hospitales la fama de su ingenio. Cuando llegaba, los médicos abandonaban a sus pacientes y acudían en enjambre a escucharlo. Pronto estallaban las carcajadas. Él exponía con toda seriedad los méritos terapéuticos o clínicos de los medicamentos que distribuía, pero con su propio estilo.

—Hoy os traigo un nuevo compuesto contra la hipertensión. Hace bajar la presión como un aeroplano alcanzado por los antiaéreos en el frente de Aranjuez: ¡en barrena!

Vivió el tiempo de la Unidad Popular como la realización de un sueño. Pero no se le ocultaban los problemas. Lo indignaba la falta de dignidad de ciertas personas ante las manifestaciones abusivas de poder:
—¿Habéis visto esos tíos que manejan los trolebuses? En la esquina de Bilbao con Miguel Claro la gente se aglomera de tal modo en la parada que parece un mitin. Y cuando aparece aquel elefante, corren a su encuentro suplicantes, le hacen señas serviles, algunos se arrodillan a su paso rogándole que abra las puertas. Pero el chofer, entronizado en su cabina, hace girar el enorme volante haciendo fuerza con ambos brazos, como si abriera una esclusa del canal de Panamá, desvía el vehículo hacia el centro de la calzada y al pasar, ¡chas!, escupe en el rostro a los arrodillados.

La última vez que lo vi venía caminando por la calle Estado.
—¡Hombre! —exclamó al verme—, que estás muy gordo.
—Gracias —le respondí picado—, no estoy mucho más gordo que antes. Tal vez -menos. ¿A qué viene eso?
Se me acercó mucho, después de mirar a diestra y siniestra con gestos conspirativos:
—Es que presentas mucho blanco.

Me reí con ganas, pero su advertencia me causó un leve escalofrío porque se sumaba a otros presagios. Creo haber dicho ya que nuestro encuentro se produjo el 10 de septiembre de 1973.