miércoles, 23 de junio de 2010

cuentos modernos 7: Manolo en la víspera de José Miguel Varas

Entre todas las voces y todas las caras que no volví a escuchar ni a ver después del once, sobresalen la voz y la cara de Manolo. He recordado muchas veces nuestro último encuentro.

Venía caminando el español por la calle Estado, cerca de la Galería España. Lo vi más flaco que nunca, ladeado por el peso de su maletín, vestido como siempre de luto riguroso, con su largo abrigo negro, su chambergo negro, camisa blanca, corbata negra. La barba negra en punta reducía a un triángulo su rostro de mejillas hundidas. Sobresalía su gran nariz quijotesca, brillaban sus ojos negros trágicos, bordeados de luto.

—¡Hombre! —exclamó al verme—, que estás muy gordo.
—Gracias —le respondí picado—, no estoy mucho más gordo que antes. Tal vez menos. ¿A qué viene eso?

A menudo me costaba darme cuenta de si Manolo hablaba en serio o en broma. Por otra parte, las cosas que decía en serio con frecuencia provocaban grandes carcajadas.

Nunca supe si era un español republicano de los del Winnipeg o si había llegado más tarde o si era descendiente de viejos emigrados. O de los conquistadores. En todo caso no cabía duda de su filiación "roja" ni de su irreconciliable oposición a Franco, a quien llamaba a veces "el niño de las monjas". Era el peor insulto.

Me lo presentó Armando Molina, en aquel tiempo estudiante de Derecho, como el suscrito. Caminamos por el Parque Forestal y luego por la calle Merced en dirección al centro. Nos detuvimos los tres, automáticamente, ante el escaparate de una librería. Un grueso volumen ocupaba el lugar de honor: "La vida erótica de los genios". Manolo dio un paso atrás, poseído de un acceso de indignación moral:
—¿Cuándo les van a dejar los cojones tranquilos a los genios!

Nunca conocí a nadie que viviera en un estado comparable de incandescencia emocional y verbal, que produjera tal constante chisporroteo de historias, dichos y ocurrencias. Y todo eso, con un acento español riguroso, un vocabulario riquísimo y un gran dominio del idioma.

Informó la prensa, en aquellos días de frecuentes algaradas, que la policía sería dotada de un nuevo tipo de gas destinado a disuadir a manifestantes callejeros. Su efecto en quienes lo inhalaran sería una diarrea instantánea, suficiente para desmoralizar hasta a los subversivos más vehementes. Manolo acuñó entonces una de sus más celebradas consignas: "El deber de todo revolucionario es usar calzón de goma".
La explicaba así:
—Antes de salir a la calle, cada manifestante se colocará con todo cuidado sus pañales, doblados en triángulo y asegurados en su lugar por medio de un imperdible. Ese adminículo que vosotros llamáis "alfiler de gancho". Encima de ellos el calzón de goma, muy bien ajustado, sobre todo en los bordes, y ¡ya! Podéis marchar a las barricadas y ¡arriba los pobres del mundo!

Sostenía el español que por la línea materna descendía de una princesa filipina. Siempre llevaba consigo una delgadísima daga, de aspecto peligroso, en una vaina curva de madera labrada con motivos orientales. A veces la sacaba del bolsillo y la mostraba, a medias desenvainada, explicando de qué modo, en caso de necesidad, sangraría con ella a un cogotero o a un enemigo de clase, clavándosela en la yugular.

Lo obsesionaba la guerra entre Estados Unidos y España (1898) que despojó a España de las Filipinas. Describía con todo detalle sus episodios, desde la explosión del "Maine" en la bahía de La Habana, hasta los combates navales en los que resultó destruida la flota española. Afirmaba que la mortandad española había sido enorme en el combate de Cavite, cerca de las costas filipinas, con un efecto inesperado en la fauna marina.

—Se pusieron diabéticos.
—¿Qué, quiénes?
—Los tiburones. De tanto comer españoles.

No explicaba por qué aquella dieta podía tener tales consecuencias, aunque aludía al intenso consumo de "azucarillos y aguardiente" en las sobremesas peninsulares. De paso emitía una de sus observaciones sobre asuntos político-económicos.

—¿Sabéis por qué Franco ha sido benevolente con la Revolución Cubana y ha mantenido buenas relaciones con Fidel y viceversa?
—Será porque Fidel es gallego.
—No. Pensad: ¿qué sería de la sobremesa española sin Cuba? ¿Y qué sería de la economía cubana sin la sobremesa española?
—No sigo del todo tu razonamiento.
—Es asunto de conveniencia mutua. Las exportaciones cubanas son una sobremesa española: tabacos, ron, café y azúcar.

Se resistió largo tiempo a aceptar una ocupación mercantil. Finalmente, agotadas sin éxito las posibilidades de empleos de aceptable dignidad y resuelto a mantener a su familia, que crecía velozmente, postuló a un cargo en un laboratorio germánico como distribuidor de muestras farmacéuticas. Le pareció que sería un trabajo decoroso, en contacto con gente de cierto nivel intelectual. Lo sedujo porque se desarrollaba en buena medida al aire libre, en la medida que lo sea el aire de la ciudad; en fin, sin el encierro de una oficina, con horarios más o menos libres y en lugares como hospitales, clínicas y consultorios, situados en diversos barrios.

La empresa lo sometió a una entrevista. Sus antecedentes eran buenos, tal vez excesivos para el empleo; sus respuestas precisas denotaban gran conocimiento de la farmacopea (que había adquirido memorizando en 48 horas varios catálogos farmacéuticos y un Vademécum). Su cultura y la corrección de sus modales eran manifiestas. Pero algo desasosegaba al entrevistador:

—Nos gustaría contar con sus servicios. Pero... nuestra firma tiene ciertas normas. Los distribuidores de muestras se ciñen a ciertas reglas que... Es decir, para que usted ingresara a nuestra organización sería conveniente, más bien sería necesario, que se cortara la barba. ¿Me entiende? Que se afeitara.

Manolo se puso de pie y respondió sin vacilar:
—Antes la muerte. Y se retiró sin volver la vista atrás, convencido de que había sido rechazado. No se sabe qué sucedió después tras los muros del laboratorio, pero al día siguiente recibió en su casa una carta en la que se le informaba que había sido aceptado. De la barba, ni una palabra.

Manolo comentaba la extrañeza de los médicos cuando lo vieron aparecer por primera vez con su maletín de muestras, barbado, trágico, como siempre vestido de negro, tan diferente de sus colegas, de caras relucientes y sonrisas dentífricas.

— Aquello los descolocaba. Entre ellos decían entre dientes: "Si le dejan usar barba, por algo será... no puede ser un empleado corriente, tal vez un jefe de la firma". Y claro, me recibían con especial consideración.

Pronto se extendió por consultas y hospitales la fama de su ingenio. Cuando llegaba, los médicos abandonaban a sus pacientes y acudían en enjambre a escucharlo. Pronto estallaban las carcajadas. Él exponía con toda seriedad los méritos terapéuticos o clínicos de los medicamentos que distribuía, pero con su propio estilo.

—Hoy os traigo un nuevo compuesto contra la hipertensión. Hace bajar la presión como un aeroplano alcanzado por los antiaéreos en el frente de Aranjuez: ¡en barrena!

Vivió el tiempo de la Unidad Popular como la realización de un sueño. Pero no se le ocultaban los problemas. Lo indignaba la falta de dignidad de ciertas personas ante las manifestaciones abusivas de poder:
—¿Habéis visto esos tíos que manejan los trolebuses? En la esquina de Bilbao con Miguel Claro la gente se aglomera de tal modo en la parada que parece un mitin. Y cuando aparece aquel elefante, corren a su encuentro suplicantes, le hacen señas serviles, algunos se arrodillan a su paso rogándole que abra las puertas. Pero el chofer, entronizado en su cabina, hace girar el enorme volante haciendo fuerza con ambos brazos, como si abriera una esclusa del canal de Panamá, desvía el vehículo hacia el centro de la calzada y al pasar, ¡chas!, escupe en el rostro a los arrodillados.

La última vez que lo vi venía caminando por la calle Estado.
—¡Hombre! —exclamó al verme—, que estás muy gordo.
—Gracias —le respondí picado—, no estoy mucho más gordo que antes. Tal vez -menos. ¿A qué viene eso?
Se me acercó mucho, después de mirar a diestra y siniestra con gestos conspirativos:
—Es que presentas mucho blanco.

Me reí con ganas, pero su advertencia me causó un leve escalofrío porque se sumaba a otros presagios. Creo haber dicho ya que nuestro encuentro se produjo el 10 de septiembre de 1973.

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